FELIZ AÑO NUEVO 2015

 

    Uno de los rasgos identificativos más evidentes de una cultura es su método de computar el paso del tiempo. Desde las primeras grandes civilizaciones de la Antigüedad los grupos humanos con mayor desarrollo cultural fueron estableciendo diferentes y particulares sistemas para medir el transcurso de los años y, al mismo tiempo, fijaron puntos de partida para su propia historia. Cómo se computa el ir y venir de las estaciones y en qué momento se marca el inicio de ese cómputo identifican a las sociedades humanas desde, al menos, el Neolítico: hebreos que inician su cronología el día mismo de la creación del mundo por su dios, hace ahora 5.775 años, chinos que sitúan el origen de su calendario en el mismo Emperador Amarillo que inventó su escritura o ideó el cultivo de la seda hace 4.712 años, millones de habitantes del sudeste asiático que celebran hoy los 1.471 años que han trascurrido desde el nacimiento de Buda...

    Lo mismo sucede con nosotros, los europeos. Nuestro calendario es uno más de los reflejos culturales de nuestros orígenes: una distribución del tiempo que procede de la Antigüedad Clásica, el calendario juliano –por Julio César, s. I a. C.- y un punto de partida que, aunque remite también al Imperio Romano, en realidad, es medieval: la propuesta cronológica de Dionisio el Exiguo del siglo VI d. C.

    Los romanos utilizaban un criterio político para designar sus años, el nombre de los cónsules electos, y un arranque para su calendario situado en los orígenes legendarios de su cultura: ab urbe condita, “desde la fundación de la Ciudad” (Roma). Así, la denominación L. Domitio Ap. Claudio consulibus, es decir, “siendo L. Domicio y Ap. Claudio cónsules”, remitía al Anno sexacentesimo nonagesimo nono ab urbe condita, “699 después de la fundación de la Ciudad”, o sea, nuestro 54 a. C. Este sistema se mantuvo mucho más allá de los orígenes del Cristianismo y todavía en 510 d. C. fue el propio Boecio, consul ordinarius, quien dio nombre a ese año, al menos en la desfigurada Roma de la época. Sin embargo, para entonces en buena parte del Imperio, sobre todo en las zonas orientales, mucho más vinculadas al desarrollo del Cristianismo, habían comenzado a utilizarse nuevos criterios religiosos para el establecimiento del cómputo y la denominación anual. En Alejandría, en concreto, se utilizó durante los siglos IV y V lo que se conoce como Era Diocleciana o “de los mártires”, que tomaba su inicio del gobierno de Diocleciano, en 184, y trataba de honrar así el sufrimiento de los defensores del Cristianismo durante la gran persecución desatada por ese emperador.

    La parte occidental del imperio, con capital en Roma, apenas conoció este nuevo cómputo religioso pero a principios del siglo VI un monje que procedía de Oriente, Dionisio el Exiguo, natural de Tomis, la actual Constanza en Rumanía, se sirvió de él para establecer el sistema de numeración de los años propiamente europeo, ab nativitate Domini, “desde el nacimiento del Señor”, que se ha hecho hoy en día tan universal que se conoce también como “era común”.

    En realidad, el cambio de fecha de inicio del calendario resultó ser una consecuencia involuntaria del verdadero problema que intentaba solucionar Dionisio: el establecimiento claro y definitivo de las festividades pascuales. Siendo la muerte y resurrección de Cristo el dogma central del Cristianismo y estando relacionadas ambas con la celebración de la Pascua judía, ligada, a su vez, a la primera luna de la primavera, el establecimiento de esta fecha variable, propia de un calendario lunar, sobre un calendario solar como el juliano, fue el principal problema teológico-astrológico-matemático al que hubieron de enfrentarse los intelectuales cristianos de la Alta Edad Media.

    Tratando de establecer, por orden del papa Hormisdas, una secuencia de ciclos pascuales permanente tomando como punto de partida la ya mencionada era diocleciana, Dionisio el Exiguo en torno a 520 proyectó hacia atrás sus cálculos, llegando a concretar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre del año 753 ab urbe condita. Sin embargo, nada hace pensar que este dato fuera utilizado ya en ese momento para establecer el nombre del año, que en el occidente latino seguía aportando el cónsul. De hecho, la primera mención conocida a un año como “ab anno Domini” no se conoce hasta el 562 y en realidad, su uso general solo se impuso muy lentamente, siendo la Historia ecclesiastica gentis anglorum de san Beda, escrita en Inglaterra a principios del siglo VIII, la primera obra que usa de forma sistemática este método de numeración. Esto no impidió, sin embargo, que durante siglos esta “Era de la Encarnación” conviviera en Europa con otros modelos cronológicos diferentes que tomaban otros puntos de partida. El caso más llamativo puede ser la “Era Hispánica”, utilizada en el sur de la Galia y en la península ibérica durante toda la Alta Edad Media e incluso hasta el siglo XIII. En este caso particular, el punto de partida se había fijado en la campaña de Augusto contra cántabros y vascones del año 38 a. C. Así, por ejemplo, la inscripción “IO SOI TIZONA Q FUE FECHA EN LA ERA DE MIL E QVARENTA” que figura en la falsa espada del Cid del museo de Burgos, remitiría al año 1002 d. C. como su fecha de fundición.

    Para terminar, recordemos que hoy está reconocido un leve error en el establecimiento de la fecha del nacimiento de Cristo, ya que Dionisio se equivocó aproximadamente en un lustro a la hora de datar el reinado de Herodes, durante el que nació el hijo de María, en relación con la fundación de Roma. De este modo, se da la pintoresca extravagancia de que el fundador del Cristianismo nació, en realidad, unos cuantos años antes su nacimiento. [E. G.]