RÉQUIEM POR UCRANIA

 

    Oigo las crónicas de Óscar Mijallo desde Zaporiyia y, por más que lo intento, no puedo sacarme de la cabeza a Tarás Bulba, el más famoso, por más que ficticio, cosaco zaporogo, hijo de la imaginación de uno de los mejores escritores de Ucrania, Nikolai Gogol. Tarás Bulba, que hoy, por mucho que le pesara a su creador, haría frente a los rusos, orgulloso de esos polacos que reciben en sus casas y alimentan con su comida a las mujeres y a los niños que escapan de este penúltimo zar loco de todas las Rusias. Pero, ¿Gogol y Tarás Bulba? ¿Es que puede imaginar hoy alguien al artillero de un T-90 ruso pasándose, ya no por amor sino solo por decencia, a las defensas de Mariúpol? ¿Puede haber literatura, amor, nobleza o simple humanidad, algo que no sea llanto, sangre, muerte y destrucción, mientras caen los misiles de Rusia sobre Ucrania?

    Y, sin embargo, mientras escribo estas líneas, los ucranianos resisten. Las fuerzas del Zar llevan 15 días tratando de cercar Kiev, bombardeando Mariúpol y Jarkov, intentando privar a Ucrania de salida al mar. Y de forma completamente inesperada para todos -cómo se alegraron las bolsas occidentales el segundo día de la invasión, cuando parecía que la victoria rusa iba a ser rápida-, Ucrania, los ucranianos, Zelenski y Klitschko, un cómico de televisión y un boxeador retirado, resisten. ¿Por qué?, pienso, con pena, ¿para qué?

    A otro de los grandes escritores de Ucrania, el polaco Jan Potocki, lo ha hecho famoso una única novela, Manuscrito encontrado en Zaragoza, escrita a principios del XIX, cuando las guerras napoleónicas hicieron a la capital de Aragón, donde yo vivo, inmortal bajo sus ruinas. También mis antepasados de hace 200 años, como los ucranianos de hoy, se lanzaron a un lucha absurda y desesperada contra el invasor. Y yo siempre me he preguntado: ¿Por qué entregaron a la destrucción, el saqueo y la muerte su ciudad, a sus familias, sus propias vidas los zaragozanos en 1808? ¿Por qué no se rindieron entonces, sin más, por qué no se rinden hoy, sin más, a Napoleón, a Putin? Zaragoza fue arrasada sin piedad alguna por las tropas de Lannes, tal y como era previsible desde el primer momento, tal y como lo será Kiev, lo está siendo Mariúpol, lo ha sido ya Jersón. Nadie llegó en auxilio de Palafox, como nadie llegará a salvar a Klitschko. Oiremos, estamos oyendo, grandes proclamas de solidaridad, alguna promesa -pocas, eso es cierto- y veremos muchas reuniones vacías y cientos de muertos en las carreteras hacia Lvov y bajo los escombros. Pero la situación hoy es incluso peor que hace dos siglos: en el papel del Duque de Welligton y de Metternich hoy tenemos a Boris Johnson y a Charles Michel. No podemos esperar, pues, ni justicia para los muertos ni restitución para los vencidos. Como muy bien saben los ucranianos, sus “aliados” están deseando que esto acabe cuanto antes para poder volver a comprar el gas ruso barato.

    Eso fue hace doscientos años en España pero hace poco más de cien, en la propia Ucrania, hubo otra guerra. Se mataron concienzudamente durante más de un año alemanes, polacos, rusos, rutenos, cosacos, ucracianos, bolcheviques, socialistas, monárquicos, católicos, ortodoxos, judíos… Todos contra todos. Otro de los grandes escritores ucranianos, el ruso Mijail Bulgákov, vivió esa guerra en las calles de Kiev, su ciudad natal. Su primera novela, La guardia blanca, trata de la confusión absoluta de la guerra, de la sinrazón de todas las razones que llevan a los seres humanos a la matanza. Aunque suene frívolo en medio de tal masacre, ¿qué será estos días del n.º 13 de la bajada de San Andrés, junto a la imponente iglesia, la casa de los Turbín, la propia casa de Bulgákov, donde él vivió los felices años de su infancia en un país que nadie sabía en la antesala del infierno, como nadie lo sabía tampoco hace dos meses. Kiev vuelve a padecer ahora, cien años después, matanzas sin piedad, la infame agresión del poder absoluto, la ruina de un mundo que soñó con una libertad que no le estaba permitida.

    Nadie salvará a Ucrania, ni un solo soldado occidental -al menos en esto nadie ha engañado a nadie- cruzará la frontera y no solo no habrá zonas de exclusión aérea sino que tampoco se exigirán pasillos humanitarios ni puentes aéreos -como hubo en Berlín en 1948- para socorrer a la población civil. Putin, con mayor o menor celeridad, con mayor o menor crueldad, barrerá su patio trasero y recuperará lo que considera que nunca debió dejar de ser suyo. Allí, en el Kremlin, en las habitaciones de Stalin, como Napoleón en su Malmaison, sin duda se estará preguntando por qué se lo están poniendo tan difícil, qué sentido tiene dejarse matar tan lentamente.

    Tengo casi sesenta años y ya no podré ir a Kiev a depositar unas flores en la tumba de Zelenski ni verán mis ojos el manuscrito de El maestro y Margarita. Solo queda, acaso, una esperanza, que Voland y Beguemot, que invoco hoy aquí sobre el cielo de Moscú contra Putin, venguen a Ucrania. [E.G.]