RUSIA: UN IMPERIO ORTODOXO PARA LOS ESLAVOS

  La desintegración del Principado de Kiev a principios del siglo XIII coincidió con la conquista tártara de casi todos los territorios ocupados por los eslavos orientales. A partir de ese momento y durante siglo y medio, hasta la batalla de Kulikovo de 1380, los kanes mongoles daban y quitaban el poder a los jefes de las distintas ciudades eslavas de acuerdo con sus intereses. Curiosamente, el mejor ejemplo de esta dependencia administrativa extraeuropea lo encontramos en la figura de Alejandro Nevsky, uno de los héroes míticos de Rusia. Este príncipe de Novgorod de mediados del siglo XIII, inmediatamente después de haber derrotado a los suecos en el Neva (1240) y a los germanos en el lago Peipus (1242), hubo de rendir pleitesía al kan tártaro para evitar que Novgorod tuviera el mismo final que el resto de los principados rusos. Esto no impidió, sin embargo, que la historia de esa ciudad rusa durante las siguientes décadas se resuma en los sucesivos intentos de todos los herederos de Nevsky para contar con el apoyo de los mongoles frente a sus oponentes familiares.

    De todos modos, aunque la cada vez mayor fragmentación administrativa eslava y su sumisión política al poder mongol ralentizó el desarrollo de la cultura rusa y limitó sus posibilidades de europeización, esta época puso también las bases del desarrollo posterior al ir dando paso a la hegemonía del Principado de Moscú como germen estatal de los eslavos orientales ortodoxos. Dos procesos paralelos favorecieron la ruptura de Rusia con la civilización tártara: por un lado, la poca preocupación de los mongoles por la religiosidad de los territorios sometidos permitió que la fe ortodoxa se consolidara como el nexo de unión fundamental de todos los eslavos dependientes de la Horda de Oro; por otro, el declive definitivo del Imperio Bizantino y el fracaso del Concilio de Florencia a mediados del siglo XV hicieron que Moscú, a donde se había trasladado el patriaca ortodoxo en el año 1325, se convirtiera en el núcleo religioso, además de político, del este de Europa. Así, la desvinculación definitiva del Principado de Moscú del imperio mongol va a traer como consecuencia directa su enfrentamiento cada vez mayor con el resto de los eslavos no ortodoxos –polacos, ucranianos y bielorrusos- y con otros pueblos europeos como los lituanos y los suecos. Como contrapartida, esta inclinación bélica de Moscú hacia el oeste, va a ser la principal causa de la progresiva europeización de Rusia a partir del siglo XVI.

    Hay que tener en cuenta, además, que, si Europa se construyó sobre la reconstrucción ficticia de un mítico Imperio Romano, Rusia va a hacer algo similar con los ojos puestos en el Imperio Bizantino. El Patriarca de todas las Rusias, como el Papa, va a erigirse como la cabeza superviviente de la única religión verdadera; el Zar, título imperial utilizado por vez primera por Iván IV en 1547, supo hacerse con el poder político unificado que durante siglos todos los eslavos habían admirado en la corte de Bizancio; la pareja de Zar y Patriarca, también como en Constantinopla, repetirá, mucho mejor que en Occidente, el poder dual que había permitido la superivencia del Bajo Imperio y del Imperio Bizantino durante mil años. Con todas estas características especiales, que todavía en el siglo XVI hacían de Rusia un objeto cultural extraño y diferente al resto de Europa, solo, con la llegada de los Romanov en 1613 al trono y el inicio del declive del reino de Polonia, Rusia comienza su expansión definitiva hacia el oeste. En este sentido, resulta interesante comparar el modelo de expansión ruso hacia el este, incorporando de forma casi colonial tanto el Cáucaso como Siberia, con su extensión hacia el oeste y sur de Europa, es decir, sobre los territorios eslavos y ortodoxos de Bielorrusia y Ucrania, regiones que por haber pertenecido durante varios siglos a Polonia y Lituania estaban perfectamente integradas en la cultura europea.

    La creación de la Rusia moderna supone la invención de un estado eslavo moderno de corte europeo, tal y como lo soñó primero Pedro I y lo impuso finalmente Catalina la Grande. Este empeño implicó, entre otras cosas, el desarrollo de una lengua culta unificada, que se fijó en la primera mitad del siglo XVIII a partir del dialecto moscovita, y la adopción de unos modelos artísticos en consonancia con la evolución cultural del resto de Europa, como supo ver ya Pedro I cuando comenzó la construcción de San Petersburgo. De ahí que el modelo cultural importado fuera el Neoclasicismo, que se difundía entonces por todo el continente a partir de Francia y que los primeros intelectuales europeos de Rusia sean científicos educados en Europa como Lomonósov y escritores de gusto neoclásico como el poeta Derzhavin.

    Del éxito último de la europeización de Rusia da buena cuenta, sobre todo, su rápida incorporación al Romanticismo. La gigantesca figura de Pushkin situó a Rusia en un nivel cultural comparable con el del resto de los estados europeos solo cien años después de la muerte de Pedro I y a partir de ahí el siglo XIX se convirtió en el Siglo de Oro de la cultura rusa. La siguiente generación de narradores rusos figuran a la cabeza del Realismo europeo: Las novelas de Turguéniev o de Gogol, pero sobre todo las obras inmortales de Tolstoi, Dostoievski y Chéjov forman parte de los más selecto de la literatura europea del siglo XIX. Y lo mismo sucede con la música de Tchaikovsky, Glinka, Mussorgsky o Rimsky-Korsakov.

    Este éxito de la producción cultural rusa del siglo XIX corre parejo con su posición central en el desarrollo político de Europa. La victoria de Rusia en las Guerras Napoleónicas la convirtió en uno de los árbitros del continente lo cual impulsó tanto su política paneslavista, dirigida contra el Imperio Otomano, como su expansión colonialista en Asia. Por más que determinados intelectuales intentaran configurar un modelo de desarrollo no-europeo para Rusia, es evidente que en la segunda mitad del siglo XIX el Imperio de los zares siguió una evolución pareja al resto de los grandes imperios europeos, tanto en su aceptación del capitalismo como forma de desarrollo económico, con el correspondiente desarrollo del movimiento obrero, como en su participación en las políticas de formación de bloques antagónicos.

    De este modo, en las primeras décadas del siglo XX Rusia comparte todas los avatares propias de la Europa del momento: interviene de forma ruinosa en la I Guerra Mundial, padeciendo de inmediato el enfrentamiento civil que desde allí se trasladará, en la siguiente década, al resto de Europa. Igualmente, sus creadores participan desde el primer momento en la ruptura cultural de las vanguardias, con artistas de la talla de Chagall, Kandinsky, Stravinsky, Prokófiev o Maiakovsky. Más áun, el triunfo de la revolución soviética en 1917 abre una nueva etapa en la historia general de Europa donde la antigua Rusia actuará transmutada en la Unión Soviética. Pero del terrible fracaso de este proyecto internacionalista, que no solo no detuvo el declive de la cultura europea sino que contribuyó más todavía a su destrucción, se da cuenta en su lugar correspondiente. [E.G.]