LITERATOURS: BURDEOS

EN LA PATRIA DEL GRAN MONTAIGNE

    Los lectores de estas páginas saben del especial aprecio que siento por el autor de los Ensayos, incluido en la más selecta de mis listas, la Antología Esencial. Hay grandes escritores europeos, como Shakespeare o Tolstoi, a los que debemos obras maravillosas e inigualables; otros, como Cervantes o Petrarca, fueron capaces, incluso, de reinterpretar la literatura; pero muy pocos, como Montaigne, tienen el mérito de haber creado un género literario particular y ninguno, salvo él, de hacerlo con tal éxito que su propia obra le dé nombre. Y, más allá de la mera creación literaria, a Montaigne me une, además, un profundo aprecio por su personalidad. Entre nuestros creadores sobreabundan las personalidades ensoberbecidas, mediocres y hasta miserables. Pocos ofrecen una carta de presentación moral tan respetable como la de este pequeño aristócrata rural perigordino. Sin presunción ni alharacas, consciente de su posición menor y periférica pero también de sus méritos y relevancia, Montaigne legó una obra a la posteridad que debe su supervivencia primero y su éxito después, junto con sus méritos intrínsecos, a un inusual aprecio de la posteridad, que desde el siglo XVII hasta hoy ha reconocido casi sin fisuras el mérito de su propuesta intelectual y literaria. Visitar la patria de Montaigne era una de las ilusiones de mi vida. Escribo estas líneas para dejar constancia de esa visita.

    He viajado a Burdeos con Berta, mi mujer, que se aviene a seguirme el rollo porque al final la experiencia del viaje suele superar sus expectativas. Además, el itinerario continuará en Arcachon, con playa, ostras y la duna de Pilat, o sea que también habrá turisteo “comme il faut”. Y el caso es que hasta para el dominguero más convencional Burdeos resulta ser una maravilla. Berta lo describe como “París en pequeño”, lo cual en Francia, donde todo es París, acaso peque de impreciso, pero resulta muy apropiado: una ciudad bien cuidada en su casco antiguo, señorial a lo Haussmann, amplia, limpia, muy peatonal y atestada de visitantes.

    Junto a una de esas calles populosas recorrida por modernos tranvías, cerca de la catedral de San Andrés y el Hôtel de Ville, el impresionante palacio del cardenal de Rohan, está el Musée d’Aquitaine, toda la historia del sudoeste de Francia condensada en un largo paseo entre vitrinas y antigüedades. El Musée puede visitarse solo, y sobre todo, por la inmensa sala dedicada a la época del comercio de esclavos, donde los expositores, en un rasgo que les honra, no ocultan que Burdeos, Francia en general, batió todos los récords de salvajismo y crueldad durante los siglos XVII y XVIII en el campo de la trata de seres humanos. Resulta difícil volver a mirar después con los mismos ojos estos hermosos edificios señoriales, incluido el propio museo, levantados con la sangre de millones de africanos secuestrados, subastados y esclavizados hasta la muerte. contrato tras contrato, barco tras barco, plantación tras plantación. Se menciona poco todo esto al hablar de Versalles y el Siglo de las Luces.

    El cenotafio de Michel de Montaigne preside desde el centro de la habitación que le ha sido reservada el espacio consagrado a la memoria del escritor. Montaigne vivió la mayor parte de su vida adulta en Burdeos: aquí estudió, aquí ejerció como magistrado en las salas de apelaciones desde las que se gobernaba la región y aquí fue nombrado, en 1581, con casi 50 años, alcalde de la ciudad, pese a que no solo no residía en Burdeos sino que se encontraba de viaje por Italia. Aunque no parece que el cargo, por otra parte, le resultara muy atractivo ya que el propio rey Enrique III tuvo que insistir personalmente para que se hiciese cargo de la alcaldía. No es de extrañar, pues, que a su muerte su mujer mandara colocar en una iglesia este magnífico sepulcro decorado con inscripciones en latín y en griego, sobre el que yace la efigie del escritor. Lamentable e inesperadamente, Montaigne reposa vestido con armadura militar, un casco de combate junto a su cabeza, un león a sus pies y bajorrelieves de espadas y escudos en ambos costados. Por eso pienso, al principio, que debe ser un error, que habrá otro Montaigne que yo no conozco, soldado. Pues no; estoy, horrorizado, ante el autor de los Essais, la persona que se esforzó, como nadie, en evitar o, al menos aminorar, los sufrimientos provocados por las guerras de religión, un hombre de paz que escribió contra los enfrentamientos civiles, un escritor que defendió sus ideas con una pluma, que aquí no aparece por ningún lado, como tampoco sus libros. Humillado por este desprecio hacia la Literatura, me alegro de que en la memoria del escritor carezca de relevancia su esposa.

    Tras la visita al museo, me queda hacerme con una edición francesa de los Essais o, mejor, alguna selección no muy nutrida, adecuada a mis escasas posibilidades comunicativas. Llevo desde los once años estudiando francés casi solo para este viaje pero mis conocimientos siguen siendo rudimentarios, y comprar una edición completa de Montaigne puede ser tan pretencioso como frustrante. De hecho, la mera necesidad de entrar en la librería me pone muy nervioso. Pero mañana dejamos Burdeos, se nos ha ido la tarde en el Musée d’Aquitaine, van a dar las 7 y sé bien que entre sus muchas malditas costumbres, los franceses tienen la de cerrar los comercios a esa hora en la que cualquier español empieza a plantearse sus compras.

    Esa misma noche, en la Maison d’Hôtes donde nos hospedamos, Isabelle, nuestra amable huésped, se extrañará de que no hayamos ido a por el libro a Le Passeur pero en este momento la única librería que tengo controlada es esta recoleta tiendecilla situada entre la puerta Cailhau y la plaza de Saint-Pierre, que, además, hoy aún no ha cerrado. Evitando al dependiente, me dirijo en silencio hacia la no-ficción, esperando encontrar fácil a Montaigne en su propia ciudad. No hay nada. Tampoco al lado, entre las ediciones clásicas de Folio, que tanto me recuerdan al instituto. Las estanterías están ordenadas alfabéticamente: miraré en la M. Ni Michel ni Montaigne. ¡Tengo que preguntar!

    No recuerdo cómo construí la pregunta ni entendí bien la respuesta pero era fácil interpretar la cara de sorpresa del librero al comprender que buscaba los Essais. Pero mayor fue la mía al oírle la más desagradable palabra de la lengua gala, ese ridículo e hipócrita “Désolé !” con el que los franceses se desentienden de ti y de tus problemas. Tanta, que poseído de un súbito don de lenguas, exclamé:

    - Mais, c’est pas posible ! Ici, à Bordeaux, la ville de Montaigne !

    Y sucedió lo imposible: el librero, emocionado acaso por la pasión con que me había lamentado, se lo pensó mejor, rebuscó entre unos montoncillos y al poco, me ofrecía un ejemplar de L’oisiveté, una mínima recopilación de ensayos adaptados al francés moderno, que ahora me tortura un ratito cada noche al irme a la cama.

    A la mañana siguiente salíamos hacia el château de Montaigne. Allí, a unos 60 kilómetros de Burdeos, había nacido el futuro escritor en 1533, en un edificio hoy inexistente reemplazado hace 150 años por una espectacular aunque solo aproximada reproducción. Se le podrá reprochar al arquitecto que considerara unas ventanas ojivales al estilo Viollet-le-Duc más apropiadas que las rectangulares originales del siglo XV, pero hay que reconocer que el conjunto hace honor al antiguo propietario y, por lo que le toca, a la hija del ministro de Napoleón III que empeñó su patrimonio en la reconstrucción.

    Pero la verdadera visita no está en el castillo, un eco tan solo de la fama del autor. Lo más interesante es la torre cilíndrica que cierra el perímetro amurallado y defiende la puerta de entrada al antiguo patio de armas. Es lo único que ha sobrevivido del edificio antiguo y, en realidad, lo más vinculado a los Essais y a su autor. En 1571, con apenas 38 años, Michel de Montaigne entendió que ya había vivido suficientemente para los demás y que podía reservarse el resto de su vida para sí mismo. Así que se retiró al solar de su familia y, más en concreto, a esta torre de tres pisos que organizó como una inmensa sala de estudio exenta: una capilla en el primer piso, su dormitorio en el segundo y la biblioteca arriba. Como acabo de leer precisamente esta noche en su libro, su objetivo era dedicarse a la escritura de sus pensamientos para obligarse a darles forma concreta a través de la palabra. Desde su cama, oye la misa que celebra abajo un sacerdote católico y arriba tiene a su disposición los más de 1.000 volúmenes que albergan los estantes semicirculares de su librería. Cuando se cansa de escribir, pasea releyendo en las vigas del techo las máximas griegas y latinas que ha hecho grabar como recordatorio. La chimenea ha sido sellada, para que ninguna chispa pueda provocar un incendio catastrófico y como los libros necesitan humedad y ventilación controladas, suele mantener los ventanales abiertos. Pero esto daña su ya débil salud, por lo que Montaigne se reserva un “estudio de invierno”, un pequeño cuarto fácil de calentar y mejor acondicionado, donde seguirá trabajando los días más desapacibles del invierno. La primera edición de los Essais aparecerá en Burdeos en 1580 -una placa en el suelo, junto a la Grosse Cloche, deja constancia en la ciudad del lugar donde tenía Simon Millanges su imprenta, en el camino de Santiago-; la cuarta, parisina, de 1588, con formato de gran libro, sale además muy ampliada y todavía, sobre un ejemplar de esta edición, Montaigne añadirá más de 1.300 notas autógrafas que darán forma a la última edición, ya póstuma, de 1595.

    Una ajada fotocopia plastificada de esa edición anotada preside sobre un escritorio de época la desmantelada biblioteca de la torre. En una de las vigas leo e intento memorizar una cita de Plinio para recitársela a mi hijo, al que ahora le ha dado por la filosofía: Solum certum nihil esse certi, et homine nihil miserius ant superbius. La visita a Burdeos ha terminado. [E. G.]