ETAPA DISOLVENTE: LA DISOLUCIÓN CULTURAL DE EUROPA

    Denominamos Etapa Disolvente al último de los cuatro grandes periodos en los que hemos dividido la historia de la literatura y, en general, de la cultura europea. A grandes rasgos, esta etapa comienza a finales del siglo XVIII y se prolonga a lo largo del XIX y casi todo el XX; más concretamente, abarca desde el final del Neoclasicismo, último movimiento cultural de la Etapa Clásica, hasta las décadas posteriores a la II Guerra Mundial. Para entonces puede darse por terminada esa larga época de la Civilización Occidental, caracterizada por el desarrollo, consolidación y retroceso de la centralidad de la cultura europea a nivel mundial, que había seguido a la destrucción del Imperio Romano a partir de la Alta Edad Media.

        El nombre que hemos dado a esta etapa, que cronológicamente vendría a coincidir con lo que se conoce como Edad Contemporánea, pretende por un lado aportar un significado más relevante que el de la denominación histórica y, por otro, establecer cierta distancia con los propios criterios historicistas al uso, según los cuales el mundo actual seguiría siendo esencialmente el mismo que surgió de la Revolución Francesa. Por el contrario, desde la perspectiva cultural y europeísta que da sentido a estas páginas, el mundo actual se caracteriza por una novedad trascendental, la pérdida de centralidad del continente europeo como consecuencia del traslado del núcleo rector de la civilización occidental a América. Este proceso, que representa la esencia histórica y cultural de la segunda mitad del siglo XX, culminó hacia 1990 con la caída de los gobiernos socialistas de Europa del Este, último experimento intelectual y político superviviente del desarrollo de Europa durante esta Etapa Disolvente. Así pues, en la segunda década del siglo XXI en la que vivimos, nos hallaríamos ya inmersos en una época histórica que deberíamos denominar, de forma incongruente, Post-Contemporánea, en la que incluso los más significativos proyectos del continente, como la Unión Europea, tienen una relevancia menor en el contexto mundial en el que nos movemos y, en todo caso, la propia vigencia de la civilización occidental depende ya de otros ámbitos culturales como Estados Unidos o Hispanoamérica y se enfrenta a nuevos desafíos como la convivencia con otras grandes culturas en expansión como el Islam o China, frente a los cuales Europa no parece tener nada que decir ni interés por decir nada.

        Ese calificativo, Disolvente, que hemos asignado a esta etapa de la cultura europea posee un doble significado. Por un lado, los siglos XIX y XX asisten al proceso de disolución de la cultura europea en la misma medida en que los que van del X al XV fueron testigos de su constitución. De este modo, la época de consolidación general del modelo europeo definido en la Edad Media, Etapa Constituyente, desembocó en la Etapa Clásica, un periodo en cierto modo ideal, un periodo de idealizaciones, tras el cual los nuevos modelos culturales de la Etapa Disolvente que ahora analizamos condujeron a Europa de forma inconsciente pero progresiva y acaso irreversible a su desaparición. Por otro lado, esa misma denominación pretende aludir también al componente fundamental de este periodo: la destrucción sistemática de los referentes culturales básicos que durante más de mil años habían sido el sostén de nuestra sociedad. En última instancia, la pérdida de estos referentes habría sido la causa principal de los procesos históricos que justifican la inexistencia de una cultura propiamente europea en la actualidad.

        Uno de estos procesos disolventes de nuestra cultura común, sin duda el más profundo, el más intenso y el más prolongado en el tiempo, ha sido el Nacionalismo. Pese a que conceptos intelectuales contemporáneos como “pueblo” o “nación” no pasan de ser constructos ideológicos propios del Romanticismo de principios del siglo XIX, su difusión generalizada por toda Europa y la gran influencia que tuvieron en procesos históricos de enorme relevancia histórica como la creación de nuevos estados –Italia y Alemania, a mediados del XIX, pero también Irlanda, Polonia, Hungría y tantos otros en el XX- y el éxito del Imperialismo en las décadas anteriores a la I Guerra Mundial, hicieron que el pensamiento nacionalista se convirtiera en la manifestación cultural más influyente de estos últimos siglos. Incluso hoy en día, doscientos años después, se puede encontrar todavía algún nacionalismo localista en zonas de Europa como el País Vasco español o la Córcega francesa donde se sigue utilizando la misma retórica victimista y grandilocuente de los revolucionarios húngaros y polacos de 1848.

        La gran trascendencia del nacionalismo en esta Etapa Disolvente de la cultura europea ha tenido que ver con su interés e incluso obsesión por subrayar los rasgos más particularistas de las diferentes regiones europeas en detrimento de los elementos comunes y homogeneizadores. En este sentido, el nacionalismo se aprovechó de una tendencia disgregadora básica en la historia de Europa, la que desde sus Orígenes había aportado la tradición germánica de los pueblos invasores de los siglos V- VI . Como hemos recogido en otras páginas de esta web, esa aportación centrífuga se combinó a partir del imperio de Carlomagno con las tradiciones unitarias más potentes aportadas por el Imperio Romano y por la Iglesia católica, dando lugar a la amalgama que desde la Alta Edad Media se conoce como Europa. Por ello, la potenciación de la tradición disgregadora regional forzada por el nacionalismo romántico comenzó a romper esa unidad conseguida un milenio antes. Ya en la primera mitad del siglo XIX, por ejemplo, comenzó a prescindirse del latín como lengua común de la cultura superior europea, siendo sustituido, en principio, por las lenguas locales, proceso que hubiera podido afectar, incluso, al desarrollo de la ciencia moderna si no hubiera sido porque el francés lo sustituyó de forma inmediata en casi toda Europa y luego el inglés ha hecho lo mismo a nivel mundial en el siglo XX.

        Más grave, y de consecuencias catastróficas para todo el mundo pero sobre todo para la propia Europa, fue la hipertrofia nacionalista que dio lugar al Imperialismo. A mediados del siglo XIX la creación de los grandes imperios contemporáneos como el británico, con el que pronto pretendieron competir el francés, el alemán o el ruso, desarrollaron ambiciosos y efectivos programas de nacionalismo cultural para modelar su propia imagen como “nación” unitaria a nivel regional, diferente y superior frente al resto de sus competidores europeos, que quedaban delimitados, así, como “los otros” e incluso como “los enemigos”. Además, la creciente tensión histórica entre las más poderosas regiones europeas por la hegemonía mundial provocó finalmente el estallido de la I Guerra Mundial y con ella el desencadenamiento de toda la serie de procesos históricos –fascismo, comunismo, imperialismo estadounidense...- que han hecho de Europa, cien años después, un continente de mínima relevancia histórica.

        Otro elemento homogeneizador que fue barrido de la cultura europea desde los inicios de la Etapa Disolvente fue la imagen de la Antigüedad como periodo de referencia. En este caso se trataba, en su momento, del típico proceso de superación del modelo anterior, el Neoclasicismo, cuya esencia era una recreación doctrinaria de una muy determinada percepción del mundo grecorromano. Era lógico, por lo tanto, que el Romanticismo rompiera con las reglas que regían ese modelo. Sin embargo, poco a poco, el prestigio de otros modelos preclásicos como el teatro de Shakespeare y Calderón o la lírica de “Ossián” y el desarrollo de nuevos géneros sin codificación antigua como la novela realista o el periodismo comprometieron el tradicional prestigio de la Antigüedad grecorromana en materia cultural. Pero fue la eclosión de las Vanguardias en el periodo de la I Guerra Mundial el proceso definitivo de ruptura con una tradición milenaria europea basada en sucesivos intentos de reconstrucción interesada de una Antigüedad ficticia. Al pretender insertar en esa tradición milenaria todo tipo de influencias externas inconexas, con una intención declaradamente rupturista, los artistas de vanguardia, que se limitaban a hacerse eco, por otra parte, de la ideología imperante del “ciudadano del mundo”, tan propia del imperialismo europeo de la época, dejaron sin su soporte intelectual básico a la cultura europea del siglo XX, que quedó así a merced de los terribles avatares históricos que la arrasaron.

        Curiosamente, la esencia disolvente de esta época puede percibirse desde muchas otras perspectivas, en algunos casos incluso anecdóticas. La disolución de las ideas religiosas clásicas que llevó, en el siglo XIX , a proclamar “la muerte de Dios”, ha desembocado en la proliferación de todo tipo de sectas cristianas que compiten con la profunda herencia del ateísmo intelectual y con otras religiones tradicionales en expansión como el Islam. Incluso en la sicología y en la física del siglo XX ha podido hablarse también de una etapa disolvente ya que las teorías de Freud “disolvieron” el concepto unitario clásico de la moralidad humanista y el desarrollo de la física de partículas ha hecho lo mismo con los conceptos clásicos relativos a la unidad esencial de la materia. [E.G.]