TRES HOMBRES BUENOS

Para Eva Arce, a quien ya echo de menos.

 

     Para alguien educado en un seminario, el concepto ético de “bondad”, mucho más allá de sus implicaciones religiosas, luce una aureola de trascendencia imposible ya, a mis casi 57 años, de minimizar. Si muchos sistemas filosóficos postulan que el objetivo del sabio es la búsqueda de la felicidad, yo diría que, por formación y, sin duda, también por carácter, opté por la bondad. Ahora bien, la experiencia de los años y la necesidad ineludible de tener que negociar en todo momento con mis propias limitaciones, me han ido haciendo ver que esa búsqueda es mucho más compleja de lo pudieron hacerme creer los frailes con los que me eduqué. Y ya a solas con mis libros, he tenido ocasión de comprobar que esa opción por la bondad había sido también recurrente en los más grandes autores de la Literatura. A partir de ellos, de tres en concreto -como en mis otras tríadas: tres obras, tres épocas, tres regiones, tres lenguas-, me gustaría ofrecerte, como despedida, una reflexión muy personal al respecto que pueda servir también como recuerdo de todo lo bueno -como de lo malo- que hemos pasado juntos en Tauste.

     No estoy seguro de que se pueda considerar a Cándido, sin más, un “hombre bueno” pero, para comenzar estas divagaciones, seguro que sí lo podemos catalogar, al menos, de “buen hombre”. Hay un dato evidente en la peripecia del protagonista de la novelita de Voltaire en este sentido: ni una sola vez pretende Cándido hacer el mal, voluntariamente, a nadie. De este modo la bondad, al menos en la medida en que esta pueda ser considerada como ausencia de maldad, es uno de los rasgos característicos del personaje. Más aún, a la manera de Rousseau, Cándido representa el edenismo sin malicia del joven que se deja llevar por impulsos naturales, limpios y generosos en su relación con los demás. Su amor por Cunegunda, que le lleva a arrostrar graves peligros en más de una ocasión, su profundo respeto por su maestro Pangloss y la amistad incondicional de Martín, tan alejado de su carácter, dan forma a una personalidad amable, comprometida con el bien e incluso heroica en ocasiones. Por supuesto, ningún lector -yo tampoco- se puede identificar con la historia personal de Cándido, en la que las desgracias se suceden sin interrupción, con una persistencia sádica. Sin embargo, la postura final del protagonista, después de una vida tan bregada, sí que resulta, sin duda, atractiva como planteamiento vital: apartarse de la sociedad, alejarse del tráfago inútil de la vida y retirarse a cultivar el propio huerto, en paz por fin con uno mismo.
     Cándido puede servir, por lo tanto, como punto de partida en esta reflexión literaria sobre la bondad del ser humano, pero entiendo que no de punto de llegada. La bondad, de poder llamarla así, se manifiesta en Cándido como un concepto privado y negativo. Privado porque toda la peripecia vital del joven protagonista se desarrolla en un ámbito personal: Cándido contra el mundo. Ni Cunegunda ni Pangloss ni Martín aportan ámbito colectivo alguno. Solo son otros modelos individuales, alternativos al de Cándido, de enfrentarse a la vida. Por otra parte, el Cándido de Voltaire nunca construye nada. Su lucha se limita a un esfuerzo titánico por no ser arruinado él mismo. Viaja durante toda su vida de un sitio para otro, resiste una y otra vez los envites del destino, huye, huye siempre de lo que se le viene encima. Tal vez halle la felicidad en su retiro final, pero la bondad, incluso en este último instante, no puede ser tan solo ausencia.
     Una reflexión de este tipo puede haber sido el punto de partida para la construcción del siguiente personaje literario, nuestro segundo “hombre bueno”, el conde Pierre Bezujov, una de las grandes creaciones humanas de Tolstói en Guerra y Paz. Pierre aparece desde el primer momento de la novela como la encarnación de esa bondad natural que también parece representar Cándido. Sin embargo, Tolstói se esfuerza en subrayar de inmediato la inanidad de ese buen carácter en el entorno social aristocrático en el que se mueve el protagonista. Como Cándido, Pierre no puede tampoco hacer otra cosa que escapar, buscar su parcela privada de felicidad, y por eso, tras casarse con una Cunegunda mucho menos tierna y fiel que la de Voltaire, huye a su finca en el campo. Se siente completamente desplazado entre esa nobleza ociosa y vil donde su vida carece de sentido. Pero su retiro, al contrario que en Cándido, será también estéril. Tolstói no acepta esa solución individualista y negativa de Voltaire. Pierre tiene que regresar a Moscú y padecer el terrible sufrimiento colectivo de la guerra para hallar, a través de él, el verdadero sentido de su bondad. En esa búsqueda, su maestro de filosofía va a ser un Pangloss muy peculiar, un campesino analfabeto, Platón Karataiev, compañero de infortunios durante la retirada de los franceses. De acuerdo con sus más profundas convicciones, Tolstói quiere testimoniar que el verdadero sentido de la vida puede hallarse en lo más profundo, lo más esencial del alma rusa. El mujik Karataiev enseñará al noble Bezujov lo que su educación aristocrática le había negado: la aceptación de su propio destino, una perspectiva espiritual de la vida, el sentido moral de la existencia… La bondad natural de Pierre, que le había hecho exclamar ante la destrozada Natasha la más hermosa declaración de amor de la Literatura, alcanza su expresión consciente en las palabras de ese campesino moribundo. A partir de ese momento, el conde Bezujov sabe qué tiene que hacer y por qué ha de hacerlo, consciente de que su lugar en el mundo está entre sus hermanos rusos, su familia y la sociedad en la que le ha tocado vivir.
     La superación del Cándido de Voltaire en el Pierre de Tolstói responde, sin duda, a las profundas inquietudes del autor acerca de la posición moral del ser humano en el mundo, a la pregunta de qué es lo que el propio conde Lev Nikoláievich Tolstói debería hacer con su vida. De ahí la importancia de uno de los momentos culminantes de Guerra y Paz, el instante en el que Pierre, decidido a acabar con Napoleón, acaba salvando a una niña desconocida en un incendio. Tolstói sustituye por un acto de heroísmo impulsivo la voluntad inicial de cometer un asesinato. Napoleón vivirá, llevará el desastre de sus tropas hasta el Beresina y, más allá aún, a Leipzig y a Waterloo; pero Pierre Bezujov evitará la muerte de una niña y seguirá siendo, a ojos de su creador al menos, un hombre bueno.
     Y a mis propios ojos, por supuesto. La lectura de Guerra y Paz, con sus historias apasionantes de amor y sus batallas, con personajes tan fascinantes como Natasha o Bolkonsky, con planteamientos morales y éticos radicales, me pareció, con 20 años, tan conmovedora y convincente como a cualquiera de sus primeros lectores cien años antes. Y, sin embargo, para terminar estas líneas nos queda todavía nuestro tercer “hombre bueno”, al que iba a conocer bastante después que al conde Bezujov, en una excursión casual por el teatro de Brecht.
     Se trata, en realidad, de una mujer, una prostituta china, por más señas, y responde, en principio, al nombre de Shen-Té. El título de la obra de Brecht no puede ser más explícito: “Der gute Mansch von Sezuan”, El alma buena de Sezuán, y el propósito del escritor alemán es también evidente, reflexionar sobre el papel de la bondad en nuestra sociedad. Brecht nos presenta, como Voltaire y Tolstói, a una buena persona, alguien que se rige por la bondad en sus relaciones con los demás.
     Tal vez te resulte curiosa la puesta en escena de la comedia, con su pintoresca parafernalia china, que incluye canciones orientales y la intervención de dioses del Extremo Oriente. Todo eso tiene que ver, ya sabes, con los planteamientos estéticos del “teatro épico” de Brecht y su deseo de provocar el distanciamiento del espectador, que no se sienta implicado emocionalmente en la obra, para que la catarsis aristotélica no anule su capacidad de reflexión. Porque el deseo último del autor es que los asistentes a la representación reflexionen, al margen de todas esas “chinoisseries”, sobre las relaciones entre la bondad y la maldad en nuestro mundo, sobre todo en el ámbito de la sociedad capitalista, por la que tan poco aprecio sentía Brecht. La protagonista de la obra, a pesar de la dura vida que ha llevado, cuando los dioses le dan una oportunidad, no duda en mostrar lo mejor de su corazón ayudando a sus conciudadanos cuanto puede. Pero esa buena voluntad no hace más que potenciar los bajos instintos de la gente, que ven en la bondad de Shen-Té una posibilidad de aprovecharse. Solamente la intervención enérgica y despiadada de un primo de la protagonista, Shui-Ta, consigue evitar su ruina.
     Como espero que algún día, cuando termines Guerra y Paz, te acerques al teatro de Brecht -si no los has hecho todavía, pero nunca lo hemos mencionado- no cuento aquí el final de la pieza ni el meollo del argumento. En cualquier caso, la idea que el autor quiere transmitir es clara y a mí, lector fervoroso de Tolstói, me dejó impresionado. El Bien no está hecho para la vida en este mundo y mucho menos en la sociedad occidental actual. Para lograr avances, para que todos vivamos más a gusto unos con otros, es necesario echar cuentas también con el Mal. La bondad puede ser peligrosa y hasta inconveniente y un cierto nivel de maldad bien aplicada, con buena intención y buen criterio, puede ser provechosa y, acaso, imprescindible. Aceptar estas antítesis, la maldad del Bien y la bondad del Mal, resultaba muy turbador para un joven educado en antítesis religiosas. Recuerdo, sobre todo, que esa reflexión implicaba -contra Tolstói-, algo tal vez incluso obvio, que el conde Bezujov habría hecho mejor en matar a Napoleón aquella noche de 1812 en Moscú.
     Vuelvo una y otra vez sobre Pierre Bezujov. Veo a Cándido y a Shen-Té como ingeniosas criaturas literarias que invitan a una reflexión inteligente y comprometida. A Pierre, en cambio, lo sigo sintiendo como una persona real, un hombre de carne y hueso que tiene que hacer frente a decisiones reales. ¿Qué debería hacerse, qué harías tú, que te consideras buena persona, que quieres serlo?
     Otra de las cosas que he aprendido con los años y los libros es que la gran literatura, que tantas preguntas y tan apasionantes plantea, apenas te da respuestas. Lees y lees y luego te toca vivir y nunca eres un auténtico protagonista de novela o, mejor, la novela de la que lo eres nadie la ha escrito todavía. Sigo sintiéndome más cerca de Pierre que de Cándido o Shen-Té pero precisamente la lectura de estas tres obras ha hecho de mí alguien que no es el conde Bezújov, sino, en todo caso -al menos así prefiero pensarlo-, un cuarto “hombre bueno”, un viejo profesor de literatura, protagonista de una anodina novela que nadie más que yo leerá. ¡Feliz resto de tu vida, Eva! [E. G.]