SEVILLA TIENE UN COLOR [LITERARIO] ESPECIAL
Si a cualquier europeo se le pregunta por una ciudad literaria, es decir, una ciudad que ocupe un lugar de honor en nuestra historia de la literatura, es fácil que mencione de inmediato París. No es una mala opción, ya que París nos trae al instante a la mente a los franceses Corneille, Baudelaire o Sartre pero también al polaco Mickiewicz, al prusiano Heine, a los hispanamericanos Darío y Huidobro, al español Machado, al italiano Marinetti, a la rusa Némirovsky… Y también, por supuesto, a d’Artagnan, a Auguste Dupin, a Jean Valjean… Sí, desde luego, París es una gran ciudad literaria, nada que decir al respecto. Pero para esa misma literatura París ha sido siempre, también, una ciudad real: los autores eran conscientes de la existencia de París y tenían cuidado de no considerarla solo un envoltorio literario.
Otras ciudades europeas que también debemos a la literatura son el San Petersburgo de Raskolnikov y el Moscú de Guerra y paz, el Londres del Doctor Jekill, la Roma de Moravia o el Madrid de La colmena… Pero en todos los casos, hayan sido más o menos literaturizadas, estas ciudades formaban parte del paisaje real de los escritores y de los lectores que las visitaban en sus libros: para todos ellos su preexistencia física era una condición relevante. De lo que quiero hoy hablar aquí es de una gran ciudad, de las más grandes de Europa, cuya presencia cultural es esencialmente retórica, un tópico literario que incluso se impone a la realidad. Una de las mayores y, también, de las más hermosas: Sevilla.
Con unos 130.000 habitantes a finales del siglo XVI , solo París, Nápoles, Londres y Lisboa la superaban: la más grande ciudad de Castilla, la segunda de la península y el nexo principal entre Europa y América, cuando ninguna otra podía competir con ella. Sevilla entra por la puerta grande en la literatura en dos obras maestras: una “novela ejemplar” de Miguel de Cervantes, Rinconete y Cortadillo, y una novela picaresca de Francisco de Quevedo, la Vida del Buscón. En ellas, Sevilla es un eco de la ciudad real pues a ambos escritores los atraen sus bajos fondos, la corrupción de la riqueza de Indias, el contraste entre riqueza y miseria de una gran urbe cosmopolita y vital. Literariamente, el hampa sevillana es el equivalente de la niebla de Londres o de las callejuelas del Barrio Latino.
La conversión de Sevilla en pura literatura la encontramos en una obra de teatro solo unas décadas posterior: El burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Esta pieza dramática, en la que aparece por vez primera Don Juan Tenorio, sitúa su argumento en el reinado de Alfonso XI, es decir, a mediados del siglo XIV. A Tirso no le interesa, pues, la Sevilla de su tiempo, pero las técnicas teatrales de la comedia española tampoco le llevan a interesarse por la Sevilla medieval. La capital andaluza es, por lo tanto, un mero decorado impuesto por la leyenda previa del Burlador, que situaba a los Tenorio entre la nobleza sevillana de la Baja Edad Media. Tirso sitúa su acción en Sevilla pero Sevilla en sí no le interesa.
Pese a todo, la ciudad quedó para siempre ligada al mito literario de Don Juan, por más que Molière traslade el suyo a Sicilia. Cuando 150 años después de Tirso, Lorenzo da Ponte retome al personaje para el libreto de Don Giovanni, nombres tan poco andaluces como Leporello o Zerlina devolverán la acción a su Sevilla original, convertida así, gracias a Mozart, en un referente cultural de España en toda Europa. Byron en Inglaterra, Pushkin y Tchaikovsky en Rusia, Lenau y Strauss en Austria… para todos ellos la Sevilla de Don Juan era una España de leyenda, cada vez menos vinculada con la realidad y más con una tupida red de prejuicios culturales y resonancias literarias.
Tal vez por eso la siguiente aparición estelar de Sevilla en la literatura europea surge directamente en Francia, obra de un dramaturgo francés que sitúa a su protagonista en una Sevilla aún más mítica: Beaumarchais y Fígaro. Qué llevó a este escritor parisino a situar la acción de su comedia en Andalucía no parece muy claro. De hecho, tanto el protagonista, Fígaro, como la joven Rosina o don Basilio parecen más sacados del Nápoles de la commedia dell’arte que del sur de España. En todo caso, los problemas con la censura que acompañaron el estreno de Las bodas de Fígaro, indica que los espectadores sentían la obra muy cercana a la sociedad francesa. A Beaumarchais solo le interesa Sevilla como ambientación pintoresca, como disfraz exótico para su sátira: un lugar remoto donde pasan cosas que en teoría solo pasan en lugares remotos. Pero la crítica social enmascarada bajo el exotismo sevillano no engañó a nadie y las críticas contra la nobleza de Beaumarchais fueron consideradas revolucionarias incluso por Napoleón. Y así, tras el éxito de Le nozze de Figaro y, poco después, de Il barbieri di Siviglia de Rossini, el segundo personaje mítico de la capital andaluza había ocupado ya su puesto de honor en la cultura europea.
Tras Don Juan, del siglo XVII, y Fígaro, del XVIII, el mito sevillano por excelencia en el siglo XIX va a ser Carmen, la gitana cigarrera. Y con la Sevilla de Carmen llega a la cultura europea la españolada en estado puro. Hasta mediados del siglo XIX, Sevilla no era más que el decorado español del Burlador o una localización exótica para la sátira. La Sevilla de Carmen, sin embargo, va a dar forma definitiva no solo a un modelo de tipismo local sino a la referencia tópica de todo un país: la gitana y el torero van a ser en adelante y hasta hoy Sevilla, Andalucía y España.
Carmen es, antes que la ópera de Bizet, la novela de Merimée. Prosper Merimée era un famoso novelista francés que acertó a escribir en 1845 un folletín sentimental lleno de exotismo a partir del relato oral de una andaluza muy especial, la malagueña María Manuela Kirkpatrick, condesa de Montijo. Para la condesa, de origen escocés y educación francesa, Andalucía era, sobre todo, el paraíso de su infancia. Merimée intentó, a partir del relato de la aristócrata, recrear unos amores de culebrón dignos de su añoranza. El ascenso de los Montijo tras la boda de la hija menor, Eugenia, con Napoleón III y el inmenso éxito de la música de Bizet convirtieron la Andalucía de Carmen en el paradigma de la cultura popular española. Pero no en la Málaga de la condesa y de las fuentes originales, sino en la eterna Sevilla de la literatura europea, patria inmortal desde entonces de esa trouppe de toreros y gitanas cuya existencia los escritores españoles y extranjeros habían desconocido antes.
Nadie ha sido capaz de superar la potencia del tipismo sevillano de Merimée/Bizet. La piel del tambor de Pérez-Reverte, por ejemplo, de 1995, uno de los últimos casos en los que la capital de Andalucía sirve de localización para una creación literaria relevante, no ha aportado nada nuevo a ese paisaje ni ha afectado al espejismo mítico de Sevilla fuera de España.
Pero hemos dejado una última referencia literaria sevillana para el final, tal vez la más sorprendente. Se la debemos a Dostoievski y la hallamos en Los hermanos Karamázov, en el relato “El Gran Inquisidor” del libro V, que precisa “La acción es en Sevilla” y añade más adelante: “Muere el día, y una noche de luna, una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede”. La Sevilla de Dostoievski, contemporánea de la ópera de Bizet, no está emparentada con la ciudad folclórica de Merimée sino con la gran urbe imperial, llena de contrastes, de aquellos relatos picarescos de Cervantes y Quevedo. No hay gitanas ni barberos, ni siquiera nobles de alcurnia como don Juan. A Dostoievski solo le interesa Sevilla por católica, por española y por oler, además de a laureles y a azahar, a autos de fe. Sevilla es la ciudad del Gran Inquisidor .
Pero en el mundo real el Gran Inquisidor formaba parte del núcleo de gobierno más cercano al rey y, por lo tanto, su lugar estaba junto a él en Valladolid, por ejemplo, donde ardió un buen número de protestantes en 1559, o en Toledo, durante las nupcias de Felipe II con la francesa Isabel de Valois en 1560, no en Sevilla. Dostoievski, sin embargo, elige la capital andaluza, tal vez porque para él, en la Rusia del siglo XIX, solo Sevilla representa a la España imperial. Y esta vez, llevado por el tópico Dostoievski acierta: ese Gran Inquisidor de noventa años, el anciano fanático, ciego y terrible de Iván Karamázov, solo puede responder a un personaje histórico: Fernando de Valdés y Salas, octogenario, Inquisidor General de España entre 1547 y 1566 y arzobispo de Sevilla en esos mismos años. [E. G.]