POR UN PROYECTO CULTURAL EUROPEO (I)

 
Publicado en la revista Ágora, n.º 12, año 2014, pp. 38-41.
 

 Constancia de un fracaso

    A casi sesenta años de la firma de los primeros acuerdos comerciales de la Comunidad Económica Europea y veinte después de la creación de la Unión Europea en Maastricht, el ámbito de la cultura se ha convertido en el mayor y más dramático de los fracasos del proyecto de unidad del continente. De hecho, no se trata solo de que no se haya progresado en la configuración de unos mínimos culturales que todos los europeos pudiéramos sentir nuestros sino que, lo que es mucho más grave, no hay ninguna instancia europea que coordine, impulse o exija el desarrollo de un proyecto cultural comunitario para Europa. Como señalaba hace poco César Antonio Molina (El País, 14/XII/13): “lo más tremendo es la aceptación del fracaso por parte de la Comisión y el Parlamento respecto a que la Unión tuviera un eje de cultura común”.

    Curiosamente, el mayor testimonio de ese fracaso, de esa incapacidad de Europa para creer en sí misma, lo paseamos a todas horas con nosotros mismos, forma parte de nuestro día a día. Los europeos llevamos más de una década aceptando como normal lo que en cualquier otro lugar del planeta se consideraría una aberración: la ausencia de referencias a elementos culturales reales en nuestros billetes de banco. ¿Verdaderamente no hay ningún monumento en Europa lo suficientemente representativo de la arquitectura gótica para ilustrar el billete de 20 euros? ¿Tampoco puede hallarse ninguna personalidad en toda la historia milenaria de Europa con suficiente relevancia para homenajearla en uno de nuestros billetes? Los dirigentes regionales exigieron incluir referentes nacionales en las monedas fraccionarias. ¿Por qué no exigió lo mismo a nivel global el Parlamento Europeo? Hubieron de ser algunos de los propios países quienes voluntariamente seleccionaran personajes o monumentos nacionales representativos del conjunto como la catedral de Santiago o Mozart. Pero en otros casos ni siquiera eso y hoy en los bolsillos de todos los europeos se amontona el rostro del rey de Bélgica sobre el de la reina de Holanda, sin que nadie se sonroje de vergüenza.

    Planteémoslo al revés: en el año 2000, en el último billete de 5.000 liras emitido por la Banca d'Italia figuraba el rostro del compositor Vinzenzo Bellini. Si alguien en Italia se hubiera atrevido a opinar que hubiera sido mejor no representar a un siciliano para que no se sintieran ninguneados los venecianos o los milaneses, y que hubiera sido mejor sustituirlo por el retrato ficticio de un compositor de óperas ideal, la carcajada de toda Italia hubiera sido antológica. ¿Por qué debemos resignarnos los europeos a no poder homenajear, como se hace en todo el mundo, a nuestros grandes escritores –Dante, Cervantes, Voltaire, Ibsen, Joyce...-, pintores –El Bosco, Tiziano, Rubens, Goya, Chagall...-, músicos –Monteverdi, Händel, Mozart, Chopin, Stravinsky...- científicos, filósofos, benefactores de la Humanidad...?

 

Cultura y Unidad

    Resulta sorprendente que entre los propios políticos estatales no haya alguno con una mínima perspectiva europeísta que le permita darse cuenta de la vanidad de tantos esfuerzos en el campo de la economía, la fiscalidad, la agricultura, la política interior o la jurisprudencia, en donde se han llevado a cabo verdaderos progresos hacia la unidad europea, mientras no se avance de forma decidida e incluso prioritaria en los aspectos culturales. Ninguno de esos progresos tendrá un mínimo de solidez, ni siquiera el euro y mucho menos cuestiones tan pragmáticas y, por lo tanto, tan fácilmente reversibles como la unión bancaria o la unión aduanera, si no se insiste cuanto antes en la unión cultural.

    El ejemplo ha sido evidente en esta misma crisis. Mientras que hace 20 años a los bávaros apenas se les ocurrió criticar la unión de las dos alemanias, a pesar de los inmensos sacrificios económicos que les supuso, ahora han sido millones los alemanes que han exigido a sus políticos la salida de Grecia de la Unión, por más que la repercusión económica del rescate griego para los bolsillos alemanes haya sido mínimo. La diferencia entre los dos casos no es de orden político, económico o fiscal. Para los bávaros del oeste, los sajones del otro lado del muro eran culturalmente sus hermanos, tal y como les habían enseñado durante décadas en la escuela, por más que durante siglos fueran tribus germanas enemigas y todavía en el siglo XVII se acuchillaran salvajemente a lo largo de treinta años; en cambio, a esos alemanes, en esa misma escuela, se les ha enseñado que Grecia es otro país, otra nación, otra gente; los griegos son otros, como los habitantes de Ucrania, de Libia, de Nueva Zelanda. Ahora reparten con ellos los fondos agrícolas y les venden sus coches, comparten su moneda y hasta han suprimido las fronteras. Pero todo ello sigue siendo solo una oportunidad ocasional de negocio, algo puntual, reversible, no necesario ni mucho menos definitivo. Ellos (griegos) siguen no siendo nosotros (alemanes). Sigue sin existir un punto de encuentro cultural donde griegos y alemanes coincidan (Europa).

    La conversión del otro en uno de los nuestros es un proceso cultural extraordinariamente largo y complejo que hasta ahora parece ajeno a las limitadas capacidades y sobre todo expectativas de nuestros políticos regionales. Cada ministerio de cada estado europeo -Pesca, Economía, Industria, Educación...- negocia con sus homólogos dando por supuesto que Europa no es más que la suma de los miembros que la conforman. Y en el campo cultural la situación es peor todavía, porque sí existe, al menos, un proyecto agrícola común pero hasta ahora ha sido impracticable la redacción de una historia común europea. Por otra parte, esta incapacidad o miopía o insensibilidad no afecta solo a los políticos. En España no hay todavía, por ejemplo, un periódico de prestigio que distinga las noticias de Francia de las de Canadá o Sudáfrica. Como en el resto de Europa, existen noticias nacionales, las nuestras, e internacionales, las de los otros, y un desastre ecológico es tan de los otros si ocurre en Copenhague como si ocurre en Singapur. [...]