EL GRAN INQUISIDOR: DOSTOIEVSKI Y EL CARDENAL ESPINOSA
El Gran Inquisidor de Fiodor Dostoievski (Великий инквизитор) no tiene nombre. Protagoniza una especie de poema en prosa que Iván lee a su hermano Aliosha en el libro V, “Pros y contras”, de Los hermanos Karamazov, de 1880. Es una figura en buena medida simbólica, ideal, un “tipo” literario. Sin embargo, pese a su nítida procedencia - “El lugar de la acción es Sevilla”- no es como otros personajes de origen español, el también sevillano Don Juan o Don Quijote, con nombres y apellidos que los individualizan. Tampoco es como Fígaro o Carmen -¿sabrán en Europa que hay otras ciudades en España aparte de Sevilla?-, delirios de la imaginación francesa, a quienes solo olvidándonos de quiénes somos tendríamos por nuestros.
El Gran Inquisidor de Dostoievski aun en su anonimato remite a una figura real de penosa raigambre española, forjada para la literatura fuera de nuestras fronteras pero nacida entre nosotros. Parte esencial de nuestra historia, el Inquisidor General, solo ahora literario, fue una persona real durante más de 300 años, un personaje colectivo formado por decenas de seres humanos históricos, desde fray Tomás de Torquemada a finales del siglo XV hasta el obispo Jerónimo Castillón a principios del XIX. El Gran Inquisidor carece de nombre porque tuvo muchos y en realidad, para Dostoievski, no es un ser humano concreto sino una forma de entender la religión y la vida. De él solo sabemos que es español -“una noche de luna, una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles”-, que tiene ya 90 años y que con su rigidez moral y su fanatismo no dudará en condenar de nuevo a la cruz incluso al propio Cristo para preservar su interpretación particular del Cristianismo.
No por casualidad en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX triunfaba en los grandes teatros de la Ópera otro Gran Inquisidor hispano: el anciano de noventa años -“ciego nonagenario”- que amenaza a Felipe II en el Don Carlo de Giuseppe Verdi:
O Re, se non foss'io con te nel regio ostel.
Oggi stesso, lo giuro a Dio, doman saresti
Presso l'Inquisitor al tribunal supremo.
Verdi estrenó su ópera en París en francés en 1867, con tanto éxito que al año siguiente tuvo lugar ya la première rusa en el Bolshoi de San Petersburgo. Dostoievski no pudo asistir a ese estreno pues se hallaba en Ginebra con su familia; sin embargo, en 1868 acaso lo hiciera a las primeras representaciones de la versión italiana en Milán o Bolonia, ciudades en las que residió ese mismo año. En cualquier caso, la fama del Don Carlo se extendió de inmediato por París, Londres, Milán, Roma, Barcelona, San Petersburgo e incluso Tblisi, un éxito a la altura del original, uno de los textos dramáticos más famosos del Romanticismo alemán, Dom Karlos, Infant von Spanien de Friedrich Schiller.
Aunque resulta atractivo imaginar a Dostoievski a la salida de una sesión de ópera en la Scala de Milán impresionado por ese terrible dúo de Felipe II y el Grande Inquisitore del acto III de Verdi, lo cierto es que el drama histórico de Schiller era familiar para el novelista desde su juventud, ya que en 1844 su hermano mayor Mijaíl lo había traducido al ruso, por lo que, en cualquier caso, la música de Verdi no haría otra cosa que traerle a la memoria el Großinquisitor del dramaturgo alemán.
Friedrich Schiller hizo representar por vez primera su Don Karlos en Hamburgo en 1787. Fue ya una pieza famosa en vida de su autor, si bien hoy buena parte de esa fama depende de la adaptación operística de Verdi. La tragedia entreteje una historia de amor y política en torno a dos personajes secundarios fundamentales, el Marqués de Poza y la reina Isabel de Valois. Alrededor del Marqués gira la cuestión política, vinculada al dominio español de los Países Bajos; en torno a la reina, un triángulo amoroso que enfrenta al propio Felipe II con su hijo. Al Gran Inquisidor lo saca a escena el castigo con el que Felipe II dará fin a estas dos intrigas y a la vida del joven Carlos. El papel de la Iglesia es, pues, accesorio y no se vincula directamente ni a los supuestos amores de la reina ni a la cuestión flamenca. De hecho, las fuentes de las que bebía Schiller concedían solo un papel accidental a la Inquisición y ninguna de las otras dos versiones dramatizadas de esta “historia”, la inglesa de Otway y la italiana de Alfieri, cuenta con inquisidor alguno. Así pues, el personaje del que aquí venimos hablando es creado como tal por el propio Schiller y habrá que dar cuenta de este protagonismo sobrevenido.
Don Karlos, como cualquier gran tragedia, plantea cuestiones de difícil resolución e incluso irresolubles. Pensemos en uno de los precedentes clásicos más radicales, el Filoctetes de Sófocles. A lo largo de la obra, la relación entre Filoctetes y Aquiles se desarrolla de tal forma que en la última escena no queda solución dramática posible: Aquiles debe dejar en paz a ese pobre hombre al que tanto daño se le ha hecho ya. Volverá sin Filoctetes al campamento griego y Troya no será tomada. ¿Cómo resuelve Sófocles el problema? Mediante lo que ya en la Antigüedad se conoció como Deus ex machina: Hércules se le aparece a Filoctetes y le ordena, pese a todo, acompañar a Aquiles.
Schiller se enfrenta en su Don Karlos a algo parecido. Felipe II sabe que debe castigar a Carlos pero ¿qué padre puede condenar a muerte a su propio hijo? ¿Qué pudo forzar a Felipe II a semejante decisión? Ese es el papel del Gran Inquisidor, una especie de Deus ex machina que facilita el desenlace de la tragedia. Schiller crea, a partir de la leyenda negra de la Inquisición española, un personaje imponente, capaz de enfrentarse al propio rey, de amenazarlo incluso: los sentimientos humanitarios han de someterse al poder de la Iglesia.
Debemos a Schiller también el aspecto físico del personaje: un anciano de noventa años, ciego, que camina ayudado por sus discípulos. Una persona que ha dirigido la política de dos reyes pero no es ya de este mundo, que vive, más allá de la realidad, sumido en su pasión religiosa. De esa acotación, recogida casi al pie de la letra por el libretista de Verdi -Il Grande Inquisitore, cieco, nonagenario, entra sostenuto da due frati domenicani-, es de donde proviene el inquisidor también nonagenario de Dostoievski, capaz de ver, sin embargo, a Cristo hacer milagros.
Pero para entender mejor el genio de Schiller conviene que nos retraigamos hasta sus fuentes, y sobre todo, al punto de partida de todas las versiones posteriores, la Nouvelle historique de Don Carlos del abad César Vichard de Saint-Réal, publicada en Amsterdam en 1672. De ella provienen la historia de amor de la reina y el príncipe, la figura del marqués de Poza o los problemas derivados de la situación en Flandes. Lo que no encontramos, sin embargo, es el Gran Inquisidor, al menos en la forma en que un siglo después lo recreará Schiller. Saint-Réal se limita a mencionar el interés de la Inquisición en juzgar al príncipe y anota, eso sí, el nombre del Inquisidor General de la época, el cardenal Espinosa. Por cuestiones religiosas vinculadas a la lucha contra el protestantismo -unos catecismos de Calvino traídos a España con la protección del príncipe- Espinosa es enemigo de Carlos y colaborará en su caída. Sin embargo, Saint-Réal plantea el desenlace de forma inversa a Schiller: es el propio rey Felipe el que va a aprovechar esta inquina religiosa para sus fines: “Le Roi voyoit bien qu’il n’y avoit que la Religion, qui pût faire souffir une action aussi estrange que celle qu’il avoit faire”, p. 193.
Así que por vez primera, doscientos años antes de Dostoievski, conocemos al Gran Inquisidor: Diego de Espinosa, Cardenal de San Esteban, Presidente del Consejo de Castilla, Inquisidor General y obispo de Sigüenza. Pero, si Saint-Réal ya citaba el nombre del Gran Inquisidor, ¿por qué prescindió de él Schiller? Y, en realidad, ¿el Gran Inquisidor de Schiller se corresponde con el cardenal Espinosa histórico? La respuesta une ambas preguntas: Schiller prescindió del nombre del Inquisidor porque el Inquisidor de su Don Karlos no es Espinosa. Diego de Espinosa había nacido en 1513; contaba, pues, con 55 años cuando ocurren los hechos, no con 90. Y obvia decir que no era ciego.
Entonces, ¿por qué introduce Schiller esa modificación? Desde el punto de vista dramático la presencia de ese monje ciego y anciano, más propio de ultratumba, dota a la obra de una plasticidad a la que ninguno de sus lectores se ha resistido. Por otra parte, convertir al cardenal Espinosa en un anónimo Gran Inquisidor otorga también un sentido alegórico a la intervención de la Iglesia en el argumento que la presencia de un inquisidor real, fuera quien fuera, no lograría. De hecho, es el anonimato del personaje lo que facilitará luego que Dostoievski se centre solo en él, lo aísle del contexto argumental de la tragedia y lo transfigure en la imagen poética de una Iglesia degenerada capaz de juzgar y condenar a su propio fundador.
Debemos reconocer, por lo tanto, que esa deshumanización literaria que lleva a cabo Frederich Schiller de la figura histórica del Inquisidor General que intervino en los acontecimientos acabó resultando uno de los mayores logros creativos de su obra. Sin embargo, todavía podemos hacernos una última pregunta al respecto: ¿pudo haber algún trasfondo real en la creación de este personaje? No debemos olvidar que Schiller fue, en su tiempo, uno de los mejores historiadores de Europa y que los conflictos a los que se enfrentó España en los Países Bajos eran su especialidad como profesional de la Historia. Pues bien, Diego de Espinosa en 1567 había sustituido en el cargo de Inquisidor General a Fernando de Valdés, famoso en toda la Cristiandad por haber dirigido el proceso inquisitorial contra el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza. Y este Fernando de Valdés, que había sido durante 20 años el más duro azote de los protestantes en tierras españolas y el responsable del primer Index Librorum Prohibitorum, que también había ejercido durante diez años, en el reinado de Carlos V, como presidente del Consejo de Castilla y había tutelado el gobierno tanto del emperador como de su hijo, tenía en 1568 85 años y era arzobispo de Sevilla. Este último dato, que acaso pudiera saber Schiller, parece imposible, sin embargo, que lo conociera Dostoievski, lo cual hace aún más extraordinario que su nonagenario inquisidor sevillano responda con tanta exactitud a la figura del anciano Valdés, responsable de los más sangrientos y sonados autos de fe de la España de Felipe II.
Y ya solo nos queda un último paso atrás, para ver qué recorrido literario se había dado ya desde los hechos históricos hasta la novelita francesa de Saint-Réal. Como hemos dicho, este escritor hace intervenir al Inquisidor Espinosa para que ejecute, a través del Santo Tribunal, la venganza de Felipe II. Los acontecimientos históricos fueron diferentes. El Santo Oficio no participó como tal en ningún momento en el juicio y la muerte del infante don Carlos y el cardenal Espinosa solo se vio involucrado como presidente del Consejo de Castilla, el más importante órgano civil de la monarquía hispánica. El príncipe fue recluido en palacio en enero de 1568 y su muerte, meses después, no se debió a un suicidio forzado sino al agravamiento de los problemas físicos y mentales que venía sufriendo desde su infancia .
Así pues, poco tiene que ver el terrible Gran Inquisidor creado por Iván Karamázov con ese cardenal-funcionario de la corte de Felipe II, más famoso en los anales de historia por su actividad burocrática en los despachos de la corte que por sus tareas de represión religiosa. En cualquier caso, de esos quehaceres administrativos bien documentados nada queda en la actualidad; por el contrario, el inflexible y fantástico Inquisidor anónimo de Dostoievski sigue siendo una de las creaciones artísticas más impresionantes de la literatura contemporánea. [E. G.]