DON JUAN: CRÓNICA DE LA BANALIZACIÓN DE DIOS

    De una forma poco habitual en el teatro clásico español, Don Juan nace como el personaje central de una comedia de caracteres, no de enredo. Por supuesto, la tipología dramática española del XVII exigía la multiplicación de episodios así como la variedad de personajes y de escenarios; de ahí que las hazañas eróticas de don Juan se amontonen y diversifiquen. Pero, al mismo tiempo, el protagonista reúne en su personalidad el leitmotiv de toda la obra: enfrentar el castigo divino al que le exponen sus pecados. Se trata de un personaje bien caracterizado cuya forma de ser genera el argumento de la obra: don Juan desprecia la justicia divina y conduce su vida de acuerdo con ese desprecio. No es tanto que crea que esa justicia no existe, como está convencido de que no existe, al menos para él, la justicia humana; simplemente, no le cabe duda de que llegado el momento la burlará.

    El drama que crea el personaje de Don Juan para la literatura europea lleva por título El burlador de Sevilla y convidado de piedra, y se considera escrito hacia 1625, por un monje español, Gabriel Téllez, que firmaba sus obras con el seudónimo de Tirso de Molina. El trasfondo teológico básico de esta primera versión del personaje procede, por lo tanto, de la propia condición religiosa del autor. Tirso pretendía plantear una reflexión dramática acerca de la diferencia esencial entre la justicia humana y la justicia divina: mientras que la intervención del padre de don Juan neutralizando la ira del rey evidencia la falibilidad de la justicia terrenal, la ejecución final del “burlador” por parte de un enviado del Más Allá revela trágicamente el error de cálculo del protagonista, confiado en poder aprovechar también algún tipo de mediación espiritual ante Dios. El burlador plantea cuestiones teológicas contrarreformistas y a través de él su autor, de ortodoxia probada, hace frente a quienes criticaban la interpretación católica del sacramento de la penitencia.

    En la corte francesa de Luis XIV, en el año 1665, cuando Molière subió a las tablas del teatro del Palacio Real su Don Juan con el título de El festín de piedra, la situación en la Europa católica había cambiado por completo pero este personaje del teatro español seguía planteando, sobre todo, cuestiones de moral religiosa. Escrita inmediatamente después de Tartufo, la obra de Molière presenta en su don Juan otro modelo de hipocresía. La cuestión que se plantea ya no es tan técnica como si un mero arrepentimiento formal en el último momento podría neutralizar el castigo divino del pecador o si la Providencia divina permite salvaguardar las deficiencias del orden jurídico humano. El hipócrita libertino francés de Molière, que se burla de los fundamentos religiosos de la sociedad de cuyos privilegios se aprovecha, pone en cuestión la intervención misma de la divinidad en los asuntos humanos. Su transgresión, más allá de las consecuencias legales, se limita al ámbito moral del pecado –la carne, la impiedad, incluso la blasfemia- y su condenación certifica el error básico de sus planteamientos: Dios no solo existe sino que castiga.

    El siguiente paso lo encontramos en el Don Juan de Mozart, que en la actualidad se ha convertido en la más difundida de las versiones. En el ambiente desinhibido de la Venecia del siglo XVIII encontramos las versiones hoy poco conocidas de Carlo Goldoni (1736, con el título de Don Giovanni Tenorio ossia Il dissoluto) y de Giovanni Bertati (1787). La primera plantea por vez primera la visión de Don Juan como un mero libertino, con el valor que esa designación tendrá dentro de la sociedad e incluso de la filosofía moral del Siglo de las Luces. La segunda, un libreto para ópera de un autor hoy olvidado, conoció, sin embargo, un éxito inmediato que animó a un amigo del autor, Lorenzo da Ponte, que trabajaba en la corte de Viena, a preparar ese mismo año un libreto similar para una ópera que Mozart debía estrenar en Praga. El título de esta última, también en italiano, es en sí mismo una declaración de intenciones: Il dissoluto punitto ossia il Don Giovanni.

    Las cuestiones teológicas que habían sido básicas en el origen del personaje, en la ópera de Mozart han pasado a un segundo plano mientras que las correrías galantes del protagonista mantienen un atractivo cada vez mayor en los grandes teatros europeos. El propio compositor poco interés podría tener por cuestiones doctrinales tan alejadas de sus quehaceres musicales –su ópera inmediatamente anterior fue Las bodas de Fígaro-; por el contrario, determinadas escenas sentimentales y efectistas dotaban al libreto de gran atractivo para su puesta en escena. Téngase en cuenta, además, que Don Giovanni se concibió como un dramma giocoso que incluso concluía con un alborozado sexteto final que hubo de ser suprimido en la segunda representación al considerarse de mal gusto después del trágico final del protagonista. De este modo, la versión más famosa del mito de don Juan, firmada en Praga por el veneciano Da Ponte y el austriaco Mozart, es también la de menor contenido religioso.

    Esta versión secularizada de Don Juan recibe un nuevo impulso poco después, convertido ya en uno de los prototipos del héroe romántico. Va a ser el inglés George Gordon, lord Byron, el que insistirá en esa faceta del vividor sevillano como hombre de mil mujeres, seductor y seducido, devoto de los placeres, la sensualidad y el sexo. Compuesto a partir de 1818, el Don Juan de Byron es la última de sus obras y quedó incompleta, a pesar de sus XVII cantos, en el momento de la muerte del autor. Temáticamente no presenta apenas novedades en el personaje pero en esta nueva versión romántica del mito la figura de Don Juan se ofrece a los lectores como un álter ego del poeta, que en su vida personal compartía excesos y provocaciones con su personaje. Esta exteriorización del mito en la figura de lord Byron fue básica a partir de ese momento para la conceptualización del personaje no como un recurso literario sino como un caso humano real.

    Sobre este nuevo modelo del personaje, anárquico y amoral, crearon sus protagonistas tanto  el ruso Alexander Pushkin, que escribió en 1830 su Convidado de piedra después de asistir a una representación de la ópera de Mozart, como el español José de Espronceda, cuyo don Félix de Montemar, protagonista de El estudiante de Salamanca, incluso recupera la faceta religiosa del Don Juan original presentándose como un auténtico ángel caído en una lucha perdida de antemano contra la omnipotencia opresiva de Dios.

    Frente a Espronceda, el Don Juan Tenorio del también español José Zorrilla, escrito solo cuatro años después de El estudiante de Salamanca, es poco más que una comedia sentimental de capa y espada. La misma salvación final del protagonista, un efectista y oportuno plagio de la última escena del Fausto de Goethe, deja en muy mal lugar las consideraciones sobre la justicia divina que presidieron la creación de El Burlador de Sevilla, además de acabar de un plumazo con las pretensiones de revolución moral del Romanticismo. De este modo la figura de Don Juan quedó reducida ya en el siglo XIX, y pese a interpretaciones ocasionales de mayor calado como las de Kierkegaard o Bernard Shaw, a un personajillo de vodevil o de charlas de café: un varón bien dotado que entretiene su vida coleccionando aventuras sexuales, una especie de héroe erótico de la cultura popular. Pero aún más allá fue en 1940 Gregorio Marañón, un médico español, conservador en política y ortodoxo en religión, al extirpar por completo cualquier perspectiva religiosa del personaje interpretándolo desde el punto de vista médico como una mera disfunción orgánica.

    Resulta evidente que este proceso de secularización y trivialización de la figura original del “burlador” de leyes humanas y divinas coincide con la pérdida de prestigio de la figura de Dios en nuestra cultura en los últimos dos siglos. Y en este sentido no parece casual que en hayan sido los propios intelectuales españoles los que mayores esfuerzos hicieron para arrancar al personaje de ese complejo ámbito metafísico y erótico en el que lo concibió su creador. La amoralidad explícita y la promiscuidad sexual de Don Juan parecen haber sido, en los ambientes burgueses europeos de la Etapa Disolvente y en una sociedad especialmente retrógrada como la española, una carga incómoda que había que neutralizar bien mediante el sentimentalismo (Zorrilla), bien a través de una pintoresca exégesis médica (Marañón).

    En cualquier caso, en estos primeros años del siglo XXI el mito de Don Juan parece mantenerse vivo en nuestra cultura y, de acuerdo con unos nuevos tiempos, se abre a nuevos planteamientos, tal y como ejemplifica bien el título de la obra de teatro del portugués José Saramago del año 2005, Don Giovanni ou o dissoluto absolvido, escrita a partir del modelo clásico del mito establecido por la ópera de Mozart. [E. G.]