TRÍADAS

2.2.1. Monovolúmenes

 

    En su cuento El plagiario, el protagonista de Singer, el rabino Kasriel Dan Kinsker, que se niega a dar a la imprenta sus manuscritos, 40 años de homilías y comentarios al Talmud, descubre que uno de sus discípulos, Shabsai Getsel, ha publicado un libro plagiándolos. Será su única obra porque muy poco después el joven muere, como consecuencia, piensa con remordimiento el rabino, de los malos pensamientos que él mismo no ha podido reprimir por la traición de Getsel. ¿Qué lleva a alguien a evitar o, peor todavía, a publicar lo que escribe? Reb Kasriel Dan lo tenía muy claro: “Ya hay libros más que suficientes, gracias a Dios, sin el mío”. Pero su alumno quería ser llamado “La Gran Lumbrera”, “La Biblioteca Viviente”, y para eso tenía que escribir un libro, un único volumen al menos, fuera como fuera, aunque le costara la vida. Ya en el lecho de muerte, el rabino no llega a entender un último balbuceo de Getsel. Me inclino a pensar que el discípulo quería confesarle que había valido la pena.

    Supongo que hay muchas otras razones, además del deseo de gloria, que pueden llevar a la escritura y hacer de alguien un autor de éxito. Pocos casos conozco, sin embargo, en los que esa razón sea el aburrimiento. Fernando de Rojas era, en sus propias palabras, estudiante en Salamanca, con veintipocos años y se aburría. Habían llegado las fiestas de Semana Santa, la Universidad estaba cerrada, sus amigos habían vuelto a sus casas pero a él, a más de doscientos kilómetros de su Puebla de Montalbán natal, no le merecía la pena un viaje tan largo para tan pocos días. Así que para pasar el rato escribió La Celestina, primera gran obra del teatro europeo.

    Salvo la valoración final, todo lo anterior lo cuenta el propio autor en el prólogo de su Comedia de Calisto y Melibea, de hacia 1495. No les acaba de convencer a los críticos eso de que “Me aburría así que completé unos papeles que alguien había dejado a medias” pero, doscientos años de sesudas investigaciones después, nada desmiente a Rojas. Su interés por la creación literaria fue, por lo tanto, mínimo y ocasional. De hecho, solo volvió una vez sobre su única obra, para contentar a sus amigos -esto también lo dice él-. Luego, harto de ellos y de ella -esto es mío-, no volvió a ocuparse de su “puta vieja” en los cuarenta años que le quedaban de vida. Rojas se dedicó a lo suyo, las leyes y la administración, y se dejó de literaturas. Le gustaba leer, eso sí, y tenía una buena biblioteca, y en ella su propio libro. Pero eso fue todo. Y eso que a su muerte, en 1541, La Celestina contaba ya con más de treinta ediciones, con versiones de todo tipo y varias continuaciones y había sido traducida, como sigue siéndolo hoy, a las principales lenguas de cultura de Europa.

    Rojas, es obvio, no escribió más porque no quiso. No le interesaba o, quién sabe, acaso no volvió a aburrirse nunca. A Emily Brontë, en cambio, la vida se le detuvo cuando se ponía a ello. Nacida en una rectoría rural del norte de Inglaterra 350 años después de Rojas, Emily tenía vocación de escritora. Los ecos de su infancia, junto a sus hermanas Charlotte y Anne, nos la presentan leyendo y escribiendo sin parar poemas y relatos, como una forma, casi, de supervivencia. Separadas de la vida cotidiana de otras jóvenes de su edad -campesinas, criadas u obreras- por su condición social, las Brontë se criaron en los páramos del Yorkshire con la casi única, por más que gratificante, compañía de los libros de la biblioteca familiar. Desde niñas escriben y lo siguen haciendo en los colegios de Roe Head, de Halifax, de Bruselas, a donde marchan a labrarse su futuro. Sin embargo, Emily no soporta la lejanía y una y otra vez regresa a Haworth. Desde noviembre de 1842, con 24 años, Emily no vuelve a dejar su casa.

    Cuando leo Cumbres Borrascosas me interesa más la autora que los protagonistas. ¿De dónde sacó esa joven melancólica, opaca y, sobre todo, inexperta en todos los sentidos, refugiada en el único lugar, la rectoría, donde se sentía a salvo, ajena al mundo que la rodeaba, de dónde sacó, digo, ese universo de pasiones, de violencia moral y sensual, de destinos cruzados e inexorables que pueblan su novela? ¿Cómo funciona el alma de un novelista como Emily Brönte? A Charlotte le dio tiempo a conocer otros ángulos de la realidad; Anne creó una obra más ajustada a sus experiencias; pero ¿y Emily? La imagino al atardecer, junto a la ventana, esperando al sinvergüenza de su hermano, dejando vagar su mirada por los brezales estremecidos por el viento. Y allí mismo, con su amplia frente contra los cristales, ella crea sobre la colina, con su sola imaginación, Wuthering Heigths, al hosco Heathcliff y a la apasionada Catherine. Emily murió a los 30 años, apenas uno después de la publicación de su única novela.

    Giuseppe Tomassi di Lampedusa, príncipe de Lampedusa y duque de Palma, Grande de España de primera clase, nació medio siglo después de la muerte de Emily Brontë y, aunque llegó a cumplir los 60, como Rojas, aún disfrutó menos de su única novela que ella; de hecho, no disfrutó nada ya que ni siquiera la vio publicada. Dado que Il gattopardo fue escrito en los dos años anteriores a la muerte del autor en 1957, resulta que durante los primeros 55 años de su vida uno de los autores más célebres de la literatura italiana del siglo XX parece haber permanecido ajeno por completo al mundo de la creación literaria.

    Miembro de una vieja familia de la nobleza siciliana de raigambre similar a la del príncipe Fabrizio de Salina que protagoniza su obra -el escudo de los Lampedusa es, no por casualidad, un “gatopardo”-, Giuseppe parece haber dedicado toda su vida a la trabajosa ocupación de no hacer nada. Sus estudios, Derecho y Letras, mon non troppo, carecían de relevancia para su actividad futura, una forma apropiada de pasar la juventud. Más adelante, la administración de su patrimonio o su matrimonio con una siquiatra letona con la que convivió apenas, tampoco parecen haberle supuesto especial interés ni satisfacción. Uno llega a suponer que haber vivido dos guerras mundiales, la revolución soviética y el triunfo del fascismo solo llegó a ser un moderado entretenimiento para este buen hombre. Y sin embargo, en su “dolce far niente”, durante todos esos largos años sin salir del halda de su madre, Lampedusa fue destilando la esencia de la vida europea de su tiempo. Pocas cosas hay más difíciles que percibir la realidad, y este aristócrata esquivo y otoñal hizo de ello el sentido de su existencia: no dejarse engañar por las formas externas y abrumadoras de la Historia, penetrar el tuétano de los acontecimientos y de las personas. Il Gattopardo es el producto final de una lenta destilación íntima. Uno puede leer tratados enteros de historia de Europa o leer esta novela póstuma. Aprenderá más si opta por lo segundo. [E. G.]