TRÍADAS

3.2.1. Locos

 

   Don Quijote era un gran escritor, un gran orador al menos. Sus discursos sobre las armas y las letras o sobre la Edad de Oro figuran entre las mejores alocuciones del Barroco europeo, y son improvisadas. En la II parte de sus aventuras, el Caballero del Verde Gabán no puede dejar de admirar la claridad y agudeza del ingenio de don Quijote al tratar sobre temas trascendentes, pero a la vez constata con asombro que toda esa gracia natural se viene abajo, se pervierte, en cuanto se habla de “aventuras”. Para don Diego de Miranda, el hidalgo manchego acaba siendo “un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”.

   El cerebro de don Quijote se había secado de tanto leer libros de caballerías, sin que eso impidiera que, como su creador, Cervantes, mantuviera una innata facilidad hacia las bellas letras. En este artículo vamos a poder seguir la pista de tres grandes escritores que de forma similar al Caballero de la Triste Figura, se vieron obligados a convivir con un cerebro frágil y dañado que les sumió en la enfermedad, la oscuridad, el silencio e incluso la muerte.

   Por los mismos años en que don Quijote recorría los caminos de La Mancha, en la ribera del Po, en Ferrara, tenía lugar el drama de otro gran escritor, este real, igualmente desquiciado. Torquato Tasso se había hecho famoso como el más brillante poeta cortesano de Italia, al servicio de la casa ducal de Este, a la que pensaba dedicar su obra magna, la Jerusalén libertada. Esta gran epopeya, que tomaba como motivo argumental la toma de Jerusalén por los cruzados en 1099, iba a ofrecer a toda la Europa católica un nuevo modelo de novela de caballería postridentina. Pero nada más acabarla, en 1577, il Tasso comenzó a dar señales de una fuerte “maninconia”, como él mismo la llamó, que hizo que pronto se le tuviera por “pazzo”, es decir, “loco”: comenzó a sufrir manía persecutoria, obsesionado con la posibilidad de ser acusado de herejía, y empezó a mostrarse violento e irascible, hasta el punto de que hubo de ser recluido un par de veces. En ese momento, el poeta decide huir de Ferrara pero, tras cruzar toda la península itálica de norte a sur hasta su Sorrento natal, y de sur a norte hasta Turín, acaba regresando a Ferrara a principios de 1579. A su llegada, que coincide con las terceras nupcias del duque Alfonso II de Este, su antiguo protector, el poeta provoca nuevos desórdenes públicos que hacen que sea internado por la fuerza en el ala de enfermos mentales del Hospital de Santa Ana, donde va a pasar los siguientes siete años, primero como loco furioso, y luego, una vez que su Jerusalén libertada sea publicada, sin la autorización del autor pero con un inmenso éxito, como preso de lujo.

   Liberado en 1586, Tasso abandonó Ferrara definitivamente. Su fama le permitió seguir trabajando para grandes familias nobles como los Gonzaga en Mantua pero nunca va a dejar ya de padecer recaídas en su enfermedad. Por fin, con 50 años y completamente agotado, el poeta se recluye en un monasterio de Roma, donde muere solo unos días antes de ser consagrado de forma definitiva por el propio Papa como el poeta más grande de su tiempo, en una coronación pública similar a la de Petrarca.

   En medio de sus padecimientos el Tasso tuvo al menos la oportunidad de asistir a su triunfo como poeta, todo lo contrario de lo que le iba a suceder a Friedrich Hölderlin dos siglos después. Los problemas mentales del gran poeta romántico alemán ya habían aparecido de forma ocasional durante su juventud en forma de depresiones leves, pero la primera gran crisis no tuvo lugar, como en el caso de Torquato Tasso, hasta sus 30 años, en el invierno de 1801. Sin embargo, en este caso, las crisis se repitieron con mucha mayor fuerza y amplitud durante los años siguientes, agudizadas, sin duda, por la inesperada noticia de la muerte de su amada Sussette Gontard en el verano de 1803. Breves periodos de mejoría no impedían que la enfermedad retornara con mayor violencia, y en 1806 el mejor amigo de Hölderlin, Isaak von Sinclair, ya no tuvo más remedio que ingresar al poeta en una clínica siquiátrica de Tubinga para intentar aplacar de alguna manera una dolencia que estaba acabando con la cordura de poeta, que apenas era ya consciente del mundo que le rodeaba. Desvinculado de la realidad, andaba de aquí para allá hablando solo y profiriendo maldiciones, con fuertes ataques de ira y una incontenible verborrea, algo que hoy se diagnosticaría, seguramente, como esquizofrenia.

   Casi de inmediato Hölderlin fue declarado enfermo incurable y en 1807 se dejó su cuidado en manos de un admirador de su lírica, el ebanista Ernst Zimmer, que lo mantuvo en su propia casa durante los siguientes 36 años. De esta larguísima etapa, la mitad de la vida del escritor, no se conoce casi nada y no aportó apenas nada tampoco a su obra literaria. El poeta fue durante un tercio de siglo un loco pacífico mientras su recuerdo iba difuminándose en el panorama literario alemán, en el que, de todos modos, solo había ocupado un rincón marginal durante su juventud. De este modo, Hölderlin murió en el año 1843 sin que apenas nadie, ni siquiera de su familia, se enterara. Solo a principios del siglo XX, más de 100 años después de que el poeta dejara de escribir, su poesía volvería a ser reivindicada como la mejor manifestación del Romanticismo en lengua alemana.

   Virginia Woolf conoció los problemas mentales en su propia familia desde niña pues su hermanastra Laura, mentalmente incapaz, fue internada cuando Virginia tenía nueve años. Muy poco después, la muerte de su madre y la de otra hermanastra, Stella, le provocaron los primeros episodios de depresión, y ya en 1905, con poco más de 20 años, hubo de ingresar en un hospital, esta vez por la muerte de su padre. Hoy en día se considera que la escritora padecía un trastorno bipolar, caracterizado por bruscos e inopinados cambios de humor. Con todo, su dolencia no le impidió mantener su amplio abanico de relaciones sociales e intelectuales en el grupo de Bloomsbury, formar una feliz pareja junto al editor Leonard Woolf, y convertirse en la prosista más famosa y relevante del Modernism inglés de los años 20.

   Ya en la década de los años 30, la salud mental de la escritora se resintió cada vez más. La tensión sícológica y el vacío espiritual a los que la sometían la redacción y publicación de sus principales obras eran cada vez más alarmantes. Por ello, el matrimonio Woolf decidió retirarse a vivir a una casa en el campo buscando un ambiente más relajado y sedante para los nervios de la novelista. Sin embargo, el estallido de la II Guerra Mundial y los bombardeos aéreos alemanes sobre Londres acabaron definitivamente con la paz física y mental de Virginia.

   En la carta de despedida que dejó a su esposo el 24 de marzo de 1941, alude precisamente a esa oscuridad interior que se cierne sobre ella: “Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme...” Pese a todo, también confiesa: “No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que hemos sido tú y yo”. Tras escribir estas palabras, Virginia Woolf salió de su casa hacia el río Ouse, llenó de piedras los bolsillos de su abrigo y se sumergió. Su cuerpo solo fue recuperado veinte días más tarde. [E.G.]