SIGLO XVIII: EL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN

     El siglo XVIII es el siglo francés en Europa. Comienza con la poderosa influencia cultural de la Francia de Luis XIV y termina con la generalizada reacción provocada por la Revolución Francesa y, sobre todo, el Imperio de Napoleón. El primero es un periodo netamente positivo, en el sentido de que funciona como catalizador de un movimiento cultural de progreso compartido, mientras que el segundo resulta cuando menos ambivalente. Entre ambos, a lo largo de todo el siglo se extiende un largo periodo de generalización de modelos culturales comunes, de establecimiento de puntos de referencia compartidos y de modulaciones menores que permiten dibujar uno de los más evidentes casos de difusión concéntrica de la historia de la cultura europea.

     La Francia de Luis XIV supuso a principios del siglo XVIII el modelo por excelencia del Clasicismo europeo. A partir de los maestros italianos del Renacimiento y tras el proceso de depuración aplicado a la estética barroca del XVII, los europeos vieron en los modelos franceses, ejemplificados en Versalles y la corte real francesa, un punto de llegada para todo el proceso de recuperación del mundo grecorromano que había sido identificativo de la Etapa Clásica. Por ello, la difusión de estos modelos culturales por toda Europa fue rápida y generalizada y afectó en mayor medida que en cualquier otro momento anterior a todo el ámbito social de los distintos países del continente. La influencia francesa no va a afectar solo a la literatura o las artes sino también al pensamiento filosófico, la ciencia, la política, las costumbres privadas de las clases altas, la moda o las relaciones sociales internacionales. Y la difusión llegó desde España y Portugal hasta Rusia o los países escandinavos y desde Transilvania hasta Irlanda y las colonias europeas de América. Todos los ojos de Europa estaban puestos en Francia pero esto no implicó una mera imitación servil sino más bien todo lo contrario. Precisamente la unidad cultural del continente permitió que el desarrollo de las ideas emanadas de la élite francesa pudieran desarrollarse con igual virtualidad en otras regiones europeas. Un caso prototípico de este homogeneidad cultural es el de las ideas filosóficas desarrolladas en torno al concepto de la Ilustración, de origen francés pero uno de cuyos principales valedores, Emmanuel Kant, desarrolla toda su actividad intelectual en la lejana y marginal Prusia Oriental. Esto fue así debido a una serie de redes de comunicación de alto nivel que se desarrollaron conjuntamente con las nuevas ideas a lo largo de ese mismo siglo: las sociedades científicas y los medios de comunicación periódicos. Se creó una comunidad de sabios interrelacionados a distancia que compartían sus ideas y sus innovaciones o descubrimientos impulsando un desarrollo conjunto de todo el continente.

     En el campo de la literatura fue fundamental para el éxito de ese trabajo compartido la utilización de una lengua de comunicación común que va a ser por vez primera una lengua romance, el francés. Esta nueva lengua de cultura europea permitirá que los géneros más innovadores, las obras de moda o los escritores de éxito puedan compartir sus creaciones de forma casi siempre inmediata por toda Europa. En todo caso, el papel de la traducción, al francés, adquiere una importancia extraordinaria como complemento de lo anterior.

     Este es el planteamiento general del desarrollo cultural de toda Europa a lo largo del siglo, pero el modelo cambia tras los inesperados resultados de la Revolución Francesa. En principio, los acontecimientos desencadenados por la toma de la Bastilla en 1789 no deberían haber provocado una inflexión excesiva en la vida del continente puesto que las reformas solicitadas por los exaltados no iban más allá de la aplicación de las ideas ilustradas que venían impulsándose por toda Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII. En este sentido, incluso el derrocamiento del rey no tenía por qué haber afectado más a Europa que la independencia de las colonias americanas en la década anterior, un proceso integrado sin grandes traumas en la evolución histórica del continente. Sin embargo, la radicalización de la Revolución durante el Terror y la aparición en escena de Napoleón, logrando el triunfo por las armas de la Revolución y neutralizando, al mismo tiempo, sus aspectos más ilusionantes para la intelectualidad europea de la época, rompió la unidad de desarrollo del periodo anterior y provocó el hundimiento de todo el sistema de pensamiento de la Etapa Clásica europea.

     Toda Europa hubo de tomar partido frente al nuevo modelo desarrollado en Francia en las dos últimas décadas del siglo XVIII. Por un lado, muchos intelectuales que habían visto en las nuevas ideas de la Revolución la culminación del proceso ilustrado anterior, sintieron repugnancia por el método utilizado para su imposición y rechazaron el régimen de Napoleón como una perversión de las nuevas ideas. Por otro, quienes seguían creyendo en las ideas que la Revolución había aplicado, se vieron obligados a enfrentarse a un Imperio que solo las garantizaba como privilegio reservado a los franceses y, de forma condescendiente, a sus aliados, mientras al resto de los europeos los condenaba a figurar como simples peones de la victoria francesa. Así, el nacionalismo de Napoleón, una figura acaso indispensable para el triunfo de la Revolución, se convirtió, al mismo tiempo, en el factor decisivo para la destrucción de la unidad cultural europea creada en el siglo XVIII y dio fin a ese modelo único de origen francés, sustituyéndolo por la fragmentación nacionalista que será típica del siglo XIX y, en general, de la Etapa Disolvente. [E. G.]