WESSEX: EN LOS ORÍGENES DE INGLATERRA

 

    La situación sociopolítica de la isla de Gran Bretaña a partir del siglo V y su evolución hasta la consolidación de dos reinos –Inglaterra y Escocia-,  casi 700 años después, a ambos lados del muro de Adriano, es uno de los casos más llamativos de las dificultades que tuvieron las zonas más periféricas de Europa para integrarse en la historia del continente. Muestra, también, la insuficiencia del proceso de cristianización como factor de integración plena y, por supuesto, la trascendental supervivencia del pasado latino en la configuración de Europa.

    Debido a su posición geográfica marginal y a su escaso valor estratégico, la provincia romana de Britania fue abandonada por el Imperio a principios del siglo V y la sociedad de la isla hubo de desarrollarse de forma autónoma durante varias décadas antes de que la ola de los grandes desplazamientos germanos le afectara al mismo tiempo que a las Galias. Anglos y sajones se instalaron de forma definitiva en el siglo VI en la mitad suroriental de la isla, la parte más civilizada y rica, creando una serie de microestados autónomos. Durante los siglos siguientes, entre el VII y el X, la vida política de Gran Bretaña va a estar marcada por tres procesos relacionados con esta nueva ocupación: la lucha por la hegemonía entre los distintos “reinos”, un proceso de cristianización de doble vía –Irlanda y Roma- y el enfrentamiento contra los vikingos.

    El primero, la lucha de todos contra todos en Britania, no parece ser muy diferente de procesos similares que hallamos por esas mismas fechas tanto en Irlanda como en Escocia. Se trata de pugnas tribales por el poder propias de un ámbito sociopolítico previo a la integración en Europa. La historiografía tradicional de la Edad Media inglesa, dedicada a describir los caóticos vaivenes de los siete reinos –Kent, East Anglia, Mercia, Northumbria, Essex, Sussex y Wessex, en el listado habitual, muy variable- no parece ser más relevante, desde una perspectiva europea, que la lucha por el poder entre las ciudades eslavas de la Rus o entre las taifas musulmanas de Al-Andalus. El proceso de cristianización, más interesante, cuenta con el atractivo casi único de mostrar la evolución de una sociedad cristiana preeuropea sobre territorio europeo romanizado. La lucha por el control de la liturgia entre las iglesias irlandesa y romana, resuelta tras el sínodo de Whitby en la Northumbria del siglo VII a favor de Roma, revela la trascendencia de las redes eclesiásticas y administrativas tejidas desde el centro espiritual de Europa para la consolidación de su unidad cultural. Por último, el enfrentamiento con daneses y noruegos, que condicionó la vida de las islas británicas a partir del siglo IX, muestra tanto la falta de unidad política para hacer frente a las invasiones como la aparición de una mínima identidad unitaria, sobre todo religiosa, contra quienes, con la misma procedencia geográfica y étnica que los primitivos anglos y sajones, son considerados, sin embargo, enemigos irreconciliables.

    En toda esta compleja evolución, que concluye a finales del siglo XI con la conquista normanda de una Inglaterra equiparable a la Britania del siglo V, lo que se conoce como reino de Wessex adquiere una especial relevancia como punto de partida del ente estatal que luego se llamará Inglaterra. Como su propio nombre indica, en principio Wessex no era más que la agrupación de los “sajones del Oeste”, equivalente a la de los sajones del sur -Sussex- y los del este –Essex-. Los orígenes legendarios del estado nos interesan poco y sus vicisitudes a lo largo de los siglos siguientes tampoco demasiado, al menos hasta la época de la hegemonía de Mercia, en el siglo VIII.

    En el IX, al inicio de las incursiones vikingas, Wessex se encontraba en el extremo más lejano y menos accesible de Gran Bretaña desde la pespectiva escandinava y, de hecho, la parte más afectada por la piratería y la colonización danesas fue la fachada del Mar del Norte: Northumbria, West Anglia y Mercia, cuya supremacía declinó. Fue el momento que pudo aprovechar Wessex para ampliar su influencia y hacer frente a la invasión. Esa tarea la consolidó a finales de ese mismo siglo IX el rey sajón Alfredo el Grande, a quien corresponde la creación del título de “rey de Inglaterra” aunque parece que con él solo hacía referencia a la extensión de su reino –él y su familia se titularon siempre reyes de Wessex- sobre el extremo suroriental de la isla. Fue su nieto Athelstan, ya en el siglo X, el primero en recibir el homenaje de los celtas del oeste y de los escotos del norte, además de los anglos y los sajones del sur, lo que lo convirtió, al menos de manera ocasional, en el rey de una Gran Bretaña “unificada” durante unos pocos años.

    Pero la isla se había convertido en parte de un tablero geopolítico mucho más grande y de inmediato se vio dividida tanto por las fuerzas propiamente “británicas” que habían organizado reinos celtas en torno al mar de Irlanda como por el expansionismo noruego, que ya se había establecido en Dublín y ahora ocupará también el Danelaw e integrará la futura Inglaterra en un tan complejo como efímero imperio escandinavo en el Mar del Norte. Todos estos procesos evidencian la dificultad de los pueblos germánicos todavía en el siglo XI para organizar sociedades en el antiguo Imperio al margen de las estructuras y la perspectiva del mundo antiguo.

    Por ello, lo verdaderamente relevante de esta larga trayectoria histórica es que solo va a adquirir un sentido coherente a posteriori, tras la conquista normanda, cuando un nuevo régimen político, ya plenamente europeo, reconstruya la historia altomedieval británica a partir del concepto antiguo y preconcebido de la “provincia romana” y dé por sentado que el establecimiento de los siete reinos, las luchas seculares en la isla y la hegemonia de Wessex no eran más que pasos en una misma dirección, la reunificación e integración de Britania en la nueva Europa, llevada a cabo finalmente por Guillermo el Conquistador. Por ello, ni los normandos ni los angevinos forzaron ese proyecto de unidad de la isla más allá del muro de Adriano y, en cambio, se volcaron en la eliminación, pronto lograda, de cualquier resistencia celta en Gales. Del mismo modo, al norte, los escoceses se configuraron como los herederos de los antiguos pictos no romanizados e Irlanda quedó al margen de todos los procesos porque nadie sabía muy bien qué hacer con aquella tierra sin referencias.

    Wessex, como los otros reinos británicos de la Alta Edad Media, representa una parte marginal y poco relevante de la historia europea. Carecía de pasado, y eso le privó de una perspectiva de futuro. La “reconstrucción” de Inglaterra sobre el molde de Britania a partir del siglo XI hundió toda esta etapa original en el limbo de la prehistoria europea, de donde no salió hasta que el Imperio  Británico  fue tan poderoso como para escribir su propio relato. Por ello resultan tan reveladoras estas palabras que Thomas Hardy, el inventor del nuevo “Wessex”,  incorporó al “Prólogo” de su edición de Lejos del mundanal ruido de 1912: “Y creo no equivocarme al afirmar que hasta el momento en que la existencia de este Wessex contemporáneo que ocupaba el lugar de los antiguos condados fue anunciada en la presente historia, en 1874, rara vez se había mencionado el nombre, en la ficción o en la vida real, y que la expresión “un campesino de Wessex” o “una costumbre de Wessex” nunca se había usado para referirse a nada posterior a la conquista normanda”. [E. G.]