EE.UU.: UN PASADO QUE SE PROYECTA HACIA EL FUTURO
A lo largo de su Etapa Clásica, la cultura europea se caracterizó, entre otros rasgos, por una prolongada expansión mundial que convirtió a extensas zonas de todos los continentes en meras ampliaciones de las regiones originarias de sus colonizadores europeos. Este proceso implicó una profunda aculturación de las sociedades nativas afectadas, en una gradación que fue desde la completa extinción de los taínos en el Caribe hasta ciertos niveles de asimilación en algunas zonas, pocas, que contaban con un mayor desarrollo cultural previo, como la India. Sin embargo, el modelo de relación cultural más extendido fue la destrucción sistemática de la civilización indígena junto con un mayor o menor grado de incorporación forzosa de sus integrantes al nuevo sistema dominante. Este fue el proceso habitual seguido en América, desde el sur, donde los españoles acabaron con la cultura inca convirtiendo a la población andina, al menos formalmente, en europea, hasta el norte, donde primero los ingleses y luego ya los estadounidenses provocaron el casi total exterminio de las tribus indias.
La presencia significativa de Inglaterra en la costa este de América del Norte comienza en el siglo XVII. La pobreza del territorio y la ausencia de grandes civilizaciones desarrolladas hicieron que la colonización europea, al revés que en América Central o en los Andes, tuviera poco interés económico y se asociara a una explotación agrícola tradicional que convertía poco a poco esos territorios en una mera extensión transoceánica de Inglaterra. De este modo, las trece colonias norteamericanas carecieron durante todo el siglo XVII y XVIII de un desarrollo cultural autónomo pues incluso el extremismo religioso del que hacían gala los Peregrinos no dejaba de ser una derivación marginal del pensamiento puritano reformista que ya se había probado con éxito anteriormente en Ginebra, los Países Bajos o Escocia. Los colonos norteamericanos se sabían ingleses y se sentían ingleses, los verdaderos ingleses, en realidad. De hecho, a la hora de reescribir su historia, los EE.UU. prescindieron por completo ya no solo de sus orígenes nativos sino incluso de la colonización española, muy anterior a la inglesa, de extensas zonas de su territorio como Florida, Texas y, sobre todo, la costa oeste de California.
La independencia de los EE.UU. a partir de 1783, impulsada sobre todo por cuestiones económicas y legales, comenzó a cambiar la situación cultural del continente. Como es lógico, la nueva estructura política creada tras la guerra potenció el desarrollo de todos los rasgos culturales que diferenciaban al nuevo estado de su metrópoli. Con todo, al principio este movimiento no sirvió para individualizar a los EE.UU. sino para unirlos más todavía a la cultura europea común. El desarrollo de las teorías políticas y filosóficas de las que se derivaba su republicanismo y su práctica de la democracia estaban en relación con los procesos similares que desde Francia se extendieron por toda Europa durante las últimas décadas del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX. Igualmente, desde el punto de vista artístico, los creadores estadounidenses formaron parte de la renovación cultural del Romanticismo, tanto en el caso de un gran escritor como E. A. Poe como en el de alguien menos relevante pero más sintomático como Washington Irving. En este sentido, la independencia de los EE.UU. no creó una brecha cultural significativa y de la misma manera que las mansiones coloniales neoclásicas de las plantaciones de Georgia, los Cuentos de la Alhambra de Irving o los relatos de terror de Poe dejan bien claro que los EE.UU. seguían siendo una región europea al otro lado del Atlántico.
Esta situación cambia a mediados del siglo XIX tras el trauma que supuso la Guerra Civil y la consolidación de los EE.UU. como gran potencia regional en América. Escritores como Emerson, Melville o Whitman elaboran por vez primera una literatura específicamente estadounidense, que no precisaba de referentes europeos ni afectaba directamente al desarrollo cultural de nuestro continente. Así, en la segunda mitad del siglo XIX puede hablarse por vez primera de una nueva cultura occidental emergente, todavía poco desarrollada e incluso aún poco consciente de su especificidad pero con una inmensa proyección de futuro.
El mejor indicador de este cambio de modelo lo proporcionan una serie de escritores de esa época como Henry James o T. S. Eliot que, siendo estadounidenses, fueron incapaces de desarrollar su tarea creativa en su país natal y hubieron de trasladarse a Europa para sentirse en su verdadero ámbito cultural, al que pertenecían por formación e intereses, distinto de aquel en el que se habían criado. Si Poe había sido a todos los efectos un escritor europeo que, sin salir de Boston, seguía viviendo en Europa, y en el caso de Whitman estaríamos ante un escritor plenamente estadounidense, cuya influencia solo llegaría a Europa muchos años después de su muerte, a Henry James, en cambio, habría que considerarlo un escritor europeo de origen norteamericano.
El siguiente paso en esta germinación de la nueva cultura lo va a representar otro grupo de escritores, a los que se conoce como la Generación Perdida, que, habiendo asumido plenamente su nueva cultura natal, todavía mantuvieron el rito de trasladarse a la vieja Europa, creyendo moverse en el mismo ámbito cultural pero sin llegar a poder incorporarse nunca a él plenamente. Se trataría en estos casos, Hemingway o Scott Fitzgerald, de escritores estadounidenses de residencia ocasional europea.
Tras la ruina definitiva de Europa en la Segunda Guerra Mundial asistimos al último eslabón en este proceso: grandes escritores europeos como Juan Ramón Jiménez, Vladimir Nabokov o Isaac B. Singer se trasladan a América, y sobre todo a EE.UU., y continúan allí su tarea creadora sin abandonar nunca su ámbito de creación específicamente europeo. Hablaríamos en este caso de escritores europeos de residencia ocasional americana. [E. G.]