LA VIDA ES SUEÑO: TEOLOGÍA Y ARTE DRAMÁTICO

    Uno de los rasgos más asombrosos de la comedia española del Siglo de Oro es la facilidad con la que sus mejores autores supieron aprovechar los elementos esenciales del género para incorporar su mensaje ideológico. De este modo, un tipo de obras literarias concebido para el disfrute popular y un éxito momentáneo se convirtió con frecuencia en el vehículo de conceptos complejos y sofisticados propios de la mentalidad más ortodoxa de la sociedad y, por lo tanto, en un efectivo mecanismo de propaganda y de adoctrinamiento colectivo.

    En el caso de Calderón su condición de sacerdote y su posición privilegiada al frente del teatro de la Corte hubo de pesar especialmente en esta atracción por una temática intelectual y abstracta no solo en La vida es sueño sino también en muchas otras obras menos famosas en la actualidad como El mágico prodigioso o El príncipe constante, además de, por supuesto, en toda su amplia producción de autos sacramentales. Y lo mismo sucede con otro de los principales dramaturgos de la época, religioso como Calderón, Tirso de Molina, con obras de sofisticado trasfondo teológico como El condenado por desconfiado e, incluso, El burlador de Sevilla. En esta misma línea hay que añadir que también las comedias de capa y espada más “inocentes” como Don Gil de la calzas verdes de Tirso, El lindo don Diego de Agustín de Moreto o La dama duende del propio Calderón, y mucho más las grandes tragicomedias históricas o “de honra” como la Fuenteovejuna de Lope o A secreto agravio, secreta venganza, de Calderón, que no dejaban de ser potentes vehículos de transmisión del cuerpo de doctrina oficial de la España del siglo XVII. Si aún añadimos que este trasfondo intelectual alcanza su máxima expresión en otro espectáculo dramático, el auto sacramental, que contó con tanto favor del público, nos encontramos en el Siglo de Oro español con todo un mundo teatral al servicio de la propaganda ideológica institucionalizada.

    En cualquier caso, ante esta densidad intelectual que se manifiesta en obras como El condenado por desconfiado o La vida es sueño, lo que verdaderamente llama la atención es el hecho de que su presencia no solo no interfiere o rebaja su fuerza dramática sino que, de una forma magistral, la subraya y la potencia.

    Cuando Pedro Calderón de la Barca escribió La vida es sueño contaba con 35 años y empezaba a recoger los frutos de una incipiente pero ya exitosa carrera literaria para la escena. Ese mismo año de 1635, por ejemplo, fue nombrado director del Coliseo del Buen Retiro, el teatro privado en el que se representaba para la Corte. De esa misma época datan obras tan importante en su producción dramática como el auto sacramental La cena del rey Baltasar y otras comedias famosas como A secreto agravio, secreta venganza o El médico de su honra. La publicación de La vida es sueño data del año siguiente a su representación, en la Primera parte de su comedias.

    El núcleo temático de la obra, como todo el mundo sabe, gira en torno al concepto teológico de la predestinación y el punto de vista que se defiende en ella coincide con la interpretación ortodoxa de un intelectual católico, la defensa de la libertad última del ser humano frente a su destino. El desarrollo argumental se centra en la evolución sicológica de un personaje, Segismundo, al que se ha privado de libertad, castigando de antemano los supuestos crímenes que estaría destinado a cometer, entre ellos el asesinato de su padre, el rey de Polonia. La escena final, en la que el protagonista, haciendo uso de su libertad y de su recto juicio, niega su destino, tiene por lo tanto un valor confesional y edificante. Más todavía si recordamos que en 1635 España llevaba casi veinte años batallando en los campos de Centroeuropa y de Holanda contra “herejes” protestantes para muchos de los cuales la predestinación, consecuencia obvia de la omnipotencia divina, era un dogma de fe irrenunciable. La vida es sueño se manifiesta así como una declaración de principios religiosa en un contexto histórico de defensa del Catolicismo en una Europa dividida y desangrada por la Reforma. En este sentido, la traslación del argumento a Polonia, una de las regiones europeas donde la pugna intelectual entre católicos y reformados era más fuerte –y de donde procedía Copérnico, uno de los primeros científicos europeos en enfrentarse a la versión astronómica tradicional que se sustentaba en la Biblia, que en 1633 acababa de provocar la condena de Galileo-, debe ser entendida como una forma de poner de manifiesto ante los católicos espectadores españoles una problemática teológica que España estaba dirimiendo incluso por la fuerza de las armas fuera de sus fronteras.

    Pero la grandeza de La vida es sueño no procede del tratamiento de este tema doctrinal, que sin duda fue lugar común en muchos volúmenes de espiritualidad de la época de los que hoy nadie se acuerda, sino en su utilización como punto de partida para una poderosa obra de arte dramática que viene siendo considerada canónica en el teatro europeo desde hace casi cuatrocientos años. Lo verdaderamente llamativo es que para conseguir ese resultado, Calderón se limitara a aprovechar los recursos que ponía a su alcance la praxis teatral de Lope de Vega. Así, junto a la problemática existencial de Segismundo, La vida es sueño presenta una línea argumental secundaria típica de un drama de honor, las quejas de Rosaura contra Astolfo. Este motivo dramático, la dama que busca recuperar su honra tras haber sido abandonada por su prometido, es típico de las comedias “de capa y espada” y la propia presencia en la escena I del acto I de la dama, disfrazada de hombre para disimular su identidad durante el viaje, nos remite directamente a la escena I del acto I de una obra tan poco “intelectual” como Don Gil de las calzas verdes. No falta en La vida es sueño, tampoco, el “gracioso”, Clarín, paje de Rosaura, que aporta el elemento cómico, ya desde esa misma escena inicial, a las grandes pasiones que se desatan en la obra. Y en cuanto a las técnicas de composición y de representación, nada nuevo aporta esta comedia a un tipo de teatro que llevaba ya 50 años triunfando en España: una amplia variedad de formas métricas para adaptar el verso a los personajes y a su situación dramática, una libertad formal absoluta en cuanto a los cambios de escenario o el paso del tiempo y una distribución argumental estándar con la presentación en la Jornada I, desarrollo en la Jornada II y desenlace, más largo de lo habitual, es cierto, en la III. Así, la única característica verdaderamente novedosa de Calderón en relación con el teatro de Lope es el uso del lenguaje poético, mucho más rico, con imágenes más elaboradas y monólogos más complejos de lo que era habitual en los corrales de comedias de las primeras décadas del siglo XVII.

    De hecho, resulta muy interesante reflexionar acerca de en qué medida el uso de este castellano tan propiamente barroco y, por lo tanto, más difícil de entender por los espectadores iletrados de los corrales pudo tener que ver con el éxito de Calderón. En principio, resulta difícil imaginar que un discurso de tanta condensación conceptual como el de Rosaura, ya en el verso 1, o el famoso monólogo de Segismundo, también del primer acto, declamado en el escenario madrileño a las tres de la tarde ante un público formado sobre todo por mujeres analfabetas y desocupados faltos de una mínima instrucción, pudiera ser asimilado en toda su profundidad por los espectadores. Cabe pensar en ese sorprendente efecto dramático de las “divinas palabras” de Valle-Inclán, la atracción arrebatadora por un discurso elevado, sonoro y melódico pero ininteligible, complementado aquí, además, por una acción espectacular –una mujer vestida de hombre que se despeña, un preso semidesnudo clamando en su celda-, similar al que puede sentir un espectador que desconoce el alemán en una representación de La Valkiria o el lector ignorante de los últimos avances científicos ante un relato de Lem. Es el poder de la literatura en estado puro, el triunfo del texto dramático, capaz de llevar al espectador más allá de las palabras, envolviéndolo en un sentido último que no resulta de la suma de los significados parciales sino de la intuición del conjunto. [E. G.]

 

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