DON CARLOS: EL INICIO DE LA MADUREZ DE SCHILLER

 

    Hay algo en el Don Carlos de Schiller sin duda excesivo: demasiado grande, demasiado amplio; tal vez sea, sin más, demasiado ambicioso. Una lectura actual, y acaso también su representación, evidencian el paso de los siglos más que en otros textos igualmente famosos como Guillermo Tell. Sin embargo, la obra que consagró a Schiller como el Shakespeare alemán, la que lo encumbró sobre sus compañeros del Sturm und Drang, a la que consagró buen parte de los años más trascendentales de su vida –desde su huida de Wurtemberg en 1782 hasta su establecimiento en Jena en 1789- fue Don Carlos. Y, ciertamente, es en Don Carlos donde mejor se percibe la amplia y compleja personalidad intelectual de Schiller, ese interés por fundir en un mismo impulso poético sensibilidad individual –la primacía de los sentimientos-, inquietudes sociales –la responsabilidad del creador con su época- y, lo más personal en Schiller, la perspectiva histórica –el conocimiento del pasado para forjar un futuro desde el presente-. Es esta voluntad de abarcar ámbitos diferentes la que explica ese “exceso” del que hablábamos. Al menos desde nuestra perspectiva contemporánea.

    No fue así, sin embargo, en su época. En 1787 Dom Karlos, Infant von Spanien no solo consagró a Schiller sino que impuso su estilo  dramático  y se convirtió en un éxito literario. Ochenta años después de su estreno, se redactó en francés un libreto sobre el que el italiano Giuseppe Verdi compuso una de sus óperas más famosas y es esta versión musical la que mantiene vivo todavía hoy el Don Carlos de Schiller, convertido ya en patrimonio cultural de todo el mundo.

    Esta tragedia cuenta, sobre todo, una historia de amor imposible: por intereses políticos Felipe II de España ha contraído matrimonio con Isabel de Valois, antigua prometida de su hijo Carlos, lo que hace imposible y pecaminoso el amor que ya había nacido entre los jóvenes. La Leyenda Negra española autorizaba a Schiller a cargar las tintas contra Felipe por lo que apelar a los datos históricos para censurar su caricatura del rey español carece de sentido. Quien aquí escribe es el Schiller dramaturgo, al que poco podía importarle que el “viejo” Felipe II solo tuviera 41 años en 1568, que Ana de Mendoza difícilmente pudiera rechazar el matrimonio con Ruy Gómez de Silva cuando llevaba casada con él –por eso era duquesa de Éboli- desde 1552 o que Francisco de Sandoval no recibiera el título de Duque de Lerma hasta 1599, muerto ya Felipe II.

    El Schiller historiador –que ocupará una cátedra de Filosofía de la  Historia  en Jena en 1789- aparece, en cambio, en el trasfondo antiimperialista que organiza otra de las líneas argumentales de la obra, centrada en el Marqués de Poza. La cuestión de las libertades flamencas sí que está relacionada directamente con el año 1568: Orange y Horn fueron ejecutados en junio por el duque de Alba; Carlos de Austria murió en julio. Es de recordar aquí la profunda relación entre el trabajo académico del profesor Schiller y buena parte de su producción literaria. Si su trilogía más ambiciosa, Wallestein, se alimenta de los profundos conocimientos adquiridos por el autor para su Historia de la Guerra de los 30 años, que lo convirtió en el mejor historiador alemán de su tiempo, tras el Don Carlos hallamos las investigaciones que le llevaron a escribir su Historia de la separación de las Provincias Unidas... casi al mismo tiempo (1790).

    Así, los protagonistas de Don Carlos viven enredados en una compleja maraña de sentimientos contradictorios a varios niveles: el príncipe, abismado en su lucha contra el amor por su madrastra, se muestra incapaz de asumir sus responsabilidades políticas en Flandes; el Marqués de Poza, que parece tener más claras sus prioridades, acaba, sin embargo, dejándolas de lado para ponerse al servicio de su amigo de la infancia. El propio rey Felipe se ve asediado por las contradicciones: los celos que siente de su hijo tanto por su amante como por su esposa; su desconfianza hacia todos los que le rodean, que se transforma en un aprecio súbito por el único hombre que cree sincero; su poder omnímodo, que acaba humillado a los pies del Gran Inquisidor...

    Todos los protagonistas de la obra se ven expuestos a un temporal de múltiples emociones contrapuestas que lleva la obra de aquí para allá sin avistar puerto. ¿Pudo ser esto lo que apasionaba a los espectadores de la época de la Revolución Francesa, precisamante lo que ahora, a nosotros, nos resulta agotador? Tal vez fuera esa la cuestión, la necesidad de presentar sobre el escenario un muestrario de emociones fuertes, de pasiones irresolubles condenadas a un desastre sin paliativos. Eso justificaría también un último aspecto de la obra que no hemos comentado aún: la excesiva, también, utilización de un lenguaje hiperbólico, sentimentaloide y confuso. Hay largos diálogos inverosímiles como el de Carlos y Felipe (II,2) o el de Felipe y Poza (III,10), otros llenos de sobreentendidos que dejan al espectador tan perplejo como a los propios personajes (Carlos y Éboli en II,8), algunos monólogos intrincados o inoportunos, en todo caso forzados, (III,5) y, sobre todo, la sobreactuación continua de unos personajes que arrastran sobre sí el fardo de unas pasiones intolerables expuestas en parlamentos rimbombantes, todo furia y desesperación. Dado el éxito de la obra, hemos de suponer que este estilo literario gustaba a una sociedad que, en efecto, vivía una de las  épocas  más turbulentas y apasionadas de la historia de Europa, la resaca de la Revolución Francesa. Schiller supo conectar con la temática y el lenguaje que exigían los espectadores de aquella época, tan lejana y tan diferente de la nuestra, y fue capaz de crear un modelo de literatura dramática destinado a convertirse en un auténtico cliché durante más de cincuenta años: el drama romántico historicista.

    Por último, no podemos dejar de aludir aquí, aunque tal vez convenga darle un tratamiento particular en otro artículo, al Gran Inquisidor. En su origen sólo es un personaje secundario que Schiller hace aparecer en las últimas escenas del quinto acto como una especie de deus ex machina destinado a justificar la atrocidad del asesinato de Carlos por su padre, quien, en realidad, se limita a entregar a Carlos al clérigo.[1] Para Schiller este Grossinquisitor es la manifestación definitiva y máxima de la Leyenda Negra, el símbolo de una tiranía absoluta basada en la sinrazón religiosa, en una intransigencia sobrenatural que ahoga cualquier atisbo de libertad:

Rey:     Es mi único hijo... ¿Para quién junté yo?

I. M.:   Para la podre, antes que para la libertad.

    Esa negrura absoluta con la que se cierra la obra marcó sin duda la recepción del texto. Verdi compuso uno de sus más famosos dúos para ese diálogo entre Rey e Inquisidor y todavía amplió esta temática religiosa, solo apuntada en la tragedia de Schiller, con un grandioso auto de fe. Pero, en el ámbito de la literatura, el mejor eco de este personaje lo encontramos en ese otro Gran Inquisidor que en Los hermanos Karamazov de Dostoievski le explica al propio Jesús por qué el verdadero Cristianismo es una doctrina intolerable en la sociedad en que vivimos. [E. G.]

EDICIONES DIGITALES

    Texto original: https://gutenberg.spiegel.de/buch/don-carlos-infant-von-spanien-3338/1

    Traducción inglesa: https://www.gutenberg.org/files/6789/6789-h/6789-h.htm

    Traducción francesa: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k684336/f7.image

    Traducción castellana: https://biblioteca.org.ar/libros/71266.pdf



[1] .- Curiosamente, es de suponer que Schiller sabía que el funcionamiento de la Inquisición era inverso: era el Santo Oficio el que dejaba la ejecución de sus sentencias en manos de la justicia civil.