LITERATOURS: PEÑAFIEL

TRAS LAS NO-HUELLAS DE DON JUAN MANUEL

 

    Volvíamos de Galicia Santiago y yo. Era mi primer curso como profesor de Literatura en el Lucus Augusti y Santiago Lorente, que terminaba Medicina, había venido de visita a Lugo. Volvíamos de Fisterra, de una playa que ahora sé que se llama Mar de Fora y que aquella noche, solos, cansados y eufóricos, era en efecto el final de un mundo, un mundo lejano que, también lo aprendí después, era mi juventud. Ni siquiera había hippies allí entonces, de jóvenes que éramos. Vinimos por Valdeorras y convencí a Santiago para que bajáramos hasta el Duero y Peñafiel.

    Para mí Peñafiel era, y sigue siendo, El conde Lucanor y don Juan Manuel. Ya en el Bachillerato había tenido que estudiar esta primera gran obra en prosa literaria de la lengua castellana y durante toda la carrera había leído con gusto esos cuentos de tradición oriental organizados en ese mínimo marco narrativo que son las preguntas y respuestas del noble y su consejero. El cuento del medio amigo, por ejemplo, con su inesperado retorcimiento cristológico final, o a pesar de él, sigue pareciéndome una de las narraciones más sorprendentes que he leído en mi vida. Huelga decir, pues, que no me interesa demasiado el concepto de originalidad creativa moderno y que desprecio profundamente la acumulación de “amigos” de las redes sociales.

    Don Juan Manuel, como cualquier otro noble caballero de la Edad Media que se preciara, era un hijo de la gran puta. Nieto, primo, tío y tutor de sucesivos reyes de Castilla, la mayor obsesión de su vida fue conseguir que un descendiente suyo accediera también a la Corona, cosa que logró por cierto, aunque él no viviera para verlo. Para ello no le importó traicionar a todos los monarcas a los que debía obediencia, forzar matrimonios indeseados y funestos para su propia hija, aliarse con reyes extranjeros para fomentar guerras civiles… Pocos autores de la literatura castellana merecen por tantos motivos nuestro más profundo desprecio.

    Pero soy profesor de Literatura, no familiar de la Inquisición ni votante de Podemos, así que quién soy yo para juzgar a un noble del siglo XIV, que no sería peor que el resto de gentuza que se movía por la corte, con la enorme diferencia de que solo él, don Juan Manuel, entre todos ellos era un gran escritor. Así que allí íbamos Santiago Lorente y yo, él escuchándome contar todas estas historias, con esa sonrisa irónica que ilumina siempre sus ojos, y yo esperando encontrar las huellas de mi apreciado escritor en la villa vallisoletana que ha quedado para siempre unida a su recuerdo.

    Peñafiel es hoy un pueblo pequeño, de poco más de 5.000 habitantes. Por lo justo tiene instituto, que se llama, como era de esperar, Conde Lucanor. Subimos de tirón, rodeando, hasta el castillo, que era lo que a mí más me interesaba y lo único que a Santiago le llamaba la atención. Estaba cerrado. Era el inicio de la Semana Santa de 1989 y el pueblo no disponía de servicio de atención turística pero al poco apareció una pareja de guías locales dispuesta a abrir para nosotros las puertas de la fortaleza. Habían caído por allí dos o tres grupos pequeños de turistas como nosotros y todos fuimos para adentro, una docena de personas como mucho.

    Los recios muros de Peñafiel rodean por completo la parte superior de un alargado cabezo, no muy ancho, que se alza como una mesa maciza poco antes de que el Duratón desagüe en el Duero. Desde abajo, el castillo es una prolongación de la ladera, como si el propio monte se fortificara, y tiene un asombroso perfil de navío de guerra asentado sobre la meseta, con algo más de 200 metros de eslora por tan solo 35 de manga. Pero la vista más impresionante se tiene desde el propio castillo: a sus pies, más allá del abigarrado caserío que se desparrama por la falda norte del montículo hacia la orilla del río, se extiende por todos los lados la amplia planicie cerealista y vitivinícola de la Ribera. Allí, asomado a los deteriorados muros del castillo, desprovisto de almenas por entonces, imaginaba el poder de su señor para controlar la zona. Veía sus mesnadas atravesando el Duero para atacar las posesiones de sus enemigos; le veía a él mismo ordenando a los suyos recaudar impuestos, ejecutar delincuentes, incendiar aldeas… Y hacía falta imaginación porque, en realidad, el castillo estaba destrozado. Toda la parte izquierda desde la entrada era poco más que ruinas y los dos guías, evitándola, nos dirigieron a la derecha, hacia la torre del homenaje, el elemento mejor conservado por aquellos años de todo el conjunto monumental. También el que más me interesaba, porque allí, en lo alto, se veía un escudo de piedra que no podía ser otro que el de don Juan Manuel.

    Me encantan los escudos nobiliarios. Manejan una forma de lenguaje rica y sofisticada que vale la pena conocer y, aunque mis conocimientos sigan siendo hoy muy superficiales, en 1989 ya podía reconocer una piedra armera de los Manuel. Pero tal vez convenga que me detenga aquí un momento: Manuel era el apellido de la familia. El autor de El conde Lucanor era hijo del infante don Manuel, hijo a su vez del rey Fernando III de Castilla y hermano menor de Alfonso X. Este don Manuel le legó a su hijo Juan su alta posición en la Corte, alguna anécdota menor para sus cuentos y su propio nombre como apellido de su linaje. Y con él el escudo de la familia, en el que los leones del rey, su padre, se cuartean con el ángel armado de los emperadores bizantinos de los que descendía su madre.

    Nada de esto se veía allá arriba. Se distinguían sin dificultad el castillo y el león de la casa real pero en la mitad inferior solo se veían una serie de líneas diagonales ininterpretables. Sorprendido, pregunté. Reconstruyo a continuación la respuesta:

    - Hace mucho tiempo, en época de Napoleón, vivía aquí una de las familias más poderosas de España. Pues bien, el señor de este castillo acompañó al emperador de Francia cuando este cruzó el Mediterráneo para conquistar Egipto. Allí, combatió con bravura en una gran batalla que los franceses tuvieron junto a las pirámides, y agradecido, Napoleón le autorizó a poner esas pirámides en su escudo, que luego él mandó grabar en la torre del homenaje.

    A Dios pongo por testigo que esta fue la historieta que tengo que agradecerle a ese guía improvisado al que felicito por su imaginación. Pasaron más de 10 años hasta que en otra visita más sensata, pero menos pintoresca, supe que se trataba, en realidad, del escudo de los Girón -el famoso jirón de tela que dio nombre y grandeza a esa familia es lo que representan las líneas diagonales-, señores de Peñafiel en el siglo XV, cuando la villa ya no pertenecía a los Manuel.

    Nos quedaba por visitar el antiguo convento dominico de San Pablo, lugar donde don Juan Manuel ordenó que se le enterrara y que se conservara una lujosa copia de sus obras completas, corregida por él personalmente. Soberbio como solo podía serlo un noble de su prosapia, retó en el prólogo a sus lectores a encontrar una sola errata en sus libros, cotejando la copia errónea con esa edición única suya. Estúpido como solo podía serlo un tipejo de su calaña, ignoró que el Tiempo haría desaparecer pronto tanto su propia tumba como ese gran manuscrito miniado por el que tantas molestias se había tomado.

    La iglesia de San Pablo merece una visita por sí misma. Don Juan Manuel, que construyó ese edificio como panteón para su familia, se esforzó por levantar un edificio a la altura de su orgullo. El ábside mudéjar, sobre todo, con un sistema constructivo muy alejado de los modelos europeos más famosos de la época, es una de las manifestaciones más brillantes de la arquitectura típica medieval castellana. Y dentro, en la parte de la epístola sobre el presbiterio estaba la capilla de don Juan Manuel: las armas de la familia por todas partes, el sepulcro y la efigie, dañados pero supervivientes, del donante, y, sobre todo, la greca conmemorativa, con sus datos: “Don Juan Manuel de Villena”. El viaje parecía haber valido la pena: habíamos podido visitar los restos yacentes del escritor de El conde Lucanor.

    Pero todo era muy raro. Empeñado en estudiar Griego en COU, me había perdido las clases de Historia del Arte pero, aun así, hasta yo podía darme cuenta de que aquella capilla no había sido construida al mismo tiempo que el resto del templo. Aquello era un añadido posterior, renacentista, con una bóveda plateresca más propia del reinado de los Reyes Católicos. Y el torso yacente de don Juan Manuel no recordaba a las tumbas medievales, con esos ropajes más propios de Garcilaso. Pero mi conocimiento de la historia del vestido es aún menor que la de los sarcófagos medievales y allí ponía bien claro que esa era la tumba de don Juan Manuel, señor de Villena, y nada más había que decir al respecto. Prueba superada. Próxima parada: Tauste.

    Aquel viaje a Peñafiel es uno de los más luminosos recuerdos que tengo de esa época anterior a mi matrimonio y a mis hijos. He vuelto allí varias veces, ya con toda la familia, y sigue impresionándome como el primer día la silueta de aquel buque de piedra anclado en lo alto. He aprendido a apreciar el buen vino y tuve ocasión de comer unas sabrosas chuletas de lechal en la sorprendente plaza abalconada del pueblo. Incluso he sabido, bastantes años después, que tampoco aquella capilla que pareció justificar al final nuestro viaje tenía nada que ver con el escritor que buscábamos. Aquel era el busto yacente de don Juan Manuel, sí, pero de un don Juan Manuel que vivió dos siglos después de su antepasado, un descendiente suyo, caballero del Toisón de Oro, que hizo fortuna en la España de principios del siglo XVI en la corte de Felipe I y como embajador de Carlos V. Y me doy cuenta de que en aquel viaje otro tipejo tan impresentable y soberbio como don Juan Manuel, otro de nuestros mejores escritores, Francisco de Quevedo, podía haberme dedicado sus famosos versos: “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino, / y en Roma misma a Roma no la hallas”. [E. G.]