LITERATOURS: CÓRDOBA

 LÍRICA ANGÉLICA DE LUIS DE GÓNGORA

 

     Tardé demasiado en bajar a Andalucía. Amigo de la montaña y alérgico a las calores, Andalucía estaba descartada en vacaciones, por supuesto, pero además, Guadalquivir sonaba a lejísimos, y el sur de España fue para mí, durante demasiados años, un país meramente teórico, como lo siguen siend0 las Cícladas, el Cabo Norte o la Patagonia. Pero cogimos la costumbre de viajar en esos primeros días de la Semana Santa en los que todavía no se ha desatado la locura; salíamos de viaje el fin de semana y el miércoles volvíamos a casa por autovías aún transitables. En cualquier caso, a Córdoba bajamos en AVE, sin transbordo siquiera en Madrid y en poco más de tres horas, haciendo de Despeñaperros una referencia anacrónica. Andalucía estaba ahí, a un paso, y no lo he olvidado: Málaga, Sevilla, incluso Granada las conozco ahora, pero para estas páginas, literarias, mi referencia andaluza sigue siendo Córdoba.

     Releo lo anterior, veo que he preterido Granada y me parece sentir desde aquí la indignación de Reyes, de Miriam y de Eva, llevándose las manos a la cabeza ante tal blasfemia. Son mis compañeras de Departamento, también conocidas como Las de Literatura, y para ellas García Lorca, y en consecuencia Granada, no admite réplica. A mí, con más apego a los clásicos -y sin nada que reprocharle a Federico, chicas-, me ha atraído siempre mucho más Góngora, y en consecuencia Córdoba. De todos modos, no lo entiendo como una disyuntiva: mi gusto por Góngora no deja de ser otra forma de honrar a Lorca.

     “Córdoba, lejana y sola”. Para el jinete de sus Cantares, como para mí desde la infancia, Córdoba era un destino remoto e inalcanzable. Creo que mi primera noticia de la ciudad había sido la leyenda de Medina Azahara: El califa, locamente enamorado de su princesa granadina -otra vez Granada-, planta de almendros toda la ladera frente a su ventana. De este modo su amada, cuando florecen los árboles en febrero, puede gozar de nuevo la blancura añorada de su Sierra Nevada. No sé cuándo ni dónde leí por vez primera este hermoso relato andalusí pero desde entonces, Córdoba fue para mí la magia de Oriente, de la que años después la inacabable lectura de Las Mil y Una Noches resultó una mera prolongación amplificada.

     Durante mis estudios, otra imagen, mucho menos poética, sustituyó a Abd al Rahman III y Azahara como icono de Córdoba: la generación del 27. Fue en COU donde vi por primera vez aquella fotografía, sin prestarle demasiada atención: la gente del 27 durante el homenaje a Góngora con motivo del tercer centenario de la muerte del poeta cordobés. Era lo que el texto de Lázaro Carreter llamaba un “acto generacional”, más aún, el acto epónimo: los del 27 se llamaban así por esa foto de 1927. Años después, con Mainer estudiaríamos todo aquello con más detalle pero la imagen seguía siendo la misma: Salinas, Guillén, Alonso, Alberti, Bergamín, Lorca… Casi todos los grandes estaban allí, homenajeando al genio de la metáfora, al gran padre del culteranismo, el más famoso e influyente poeta de su tiempo, repudiado durante siglos después, y a cuyo rescate habían acudido aquellos jóvenes poetas para convertirlo en el santo patrón de la vanguardia española. Yo mismo me dejé llevar por aquella vieja pasión neogongorina, me asomé a la Fábula de X y Zeda de Alberti y, sobre todo, disfruté de la impresionante traducción del castellano al castellano que Dámaso Alonso había publicado por esas fechas, de las Soledades de Góngora.

     Por razones complejas y poco convincentes incluso para mí mismo, no he incluido a Góngora en la Antología Mayor que preside esta web. Mucho me costó dejarlo fuera y poner en su lugar a Marino. Tal vez fuera una decisión justa pero soy consciente de que la ausencia de Góngora puede ser la más discutible de toda mi selección. La poesía gongorina en sus dos últimas y más grandes obras es inagotable, espectacular y única. El siglo de poesía castellana que le siguió no lo superó en ningún momento y solo algún poema aislado de sor Juana Inés de la Cruz -como El Sueño, que seleccioné como obra representativa-, puede ponerse a su altura. Así pues, con apenas 20 años miraba la foto de los poetas del 27 y pensaba cuánto me hubiera gustado estar entonces con ellos en Córdoba, no para figurar junto a Salinas o a Guillén -a quienes tanto aprecio, por otra parte- sino para honrar a Góngora.

     Aquella imagen me intrigaba, además, por otra cosa. Tomada hacía un siglo, ninguna de sus reproducciones en los libros de texto se veía clara. Si uno se fijaba bien se podía reconocer la figura alargada de mi colega, Gerardo Diego, en un extremo y las gafas de empollón de Dámaso Alonso a su lado, y a Lorca, claro, haciendo como que se lo tomaba aquello en serio. Pero me refiero al decorado: se veía lo que parecían ser dos ángeles enmarcando la escena, pero unos ángeles con alas desmesuradas, como salidas de un verso barroco. Yo entendía que la foto había sido tomada en la tumba de Góngora, claro, por lo que los ángeles tenían sentido, pero delante de los poetas había una especie de altarcillo y tras ellos algo similar a un retablo, difícil de ubicar en el lugar de reposo de un poeta. Nunca llegué a tener muy claro aquello.

     Y así un par de décadas después, catedrático ya de  Literatura , héteme aquí por fin, en Córdoba. Nuestra primera visita fue al centro histórico, a la judería. La imagen de Maimónides en una diminuta replaceta y los dolorosos restos de la sinagoga, destrozada por completo su sala de oración, se imponen como la manifestación de un terrible vacío: la ausencia de nuestro legado hebreo. No he leído nada del que fuera durante siglos uno de nuestros autores de mayor prestigio en Europa pero es que la propia memoria de su religión y de su cultura ha sido extirpada de forma meticulosa y cruel de entre nosotros. Renegamos de una parte esencial de nuestra herencia y no nos queda nada excepto, tal vez, así quiero creerlo, esos bellísimos patios interiores llenos de macetas, que el inicio de la primavera y el cariño de sus dueñas habían convertido en una explosión de color y de frescura. Sí, tal vez esos patios.

     Al poco estábamos en la catedral. Me indigna que 700 años después se la siga llamando mezquita. Me parece la típica presunción eurocéntrica para la que la realidad es irrelevante frente a nuestros prejuicios. La gran mezquita de Córdoba fue durante más de cuatro siglos, desde 785 hasta 1236, uno de los centros de culto musulmán más grandes, bellos y admirados del mundo. Después, durante los últimos 800 años, solo se han celebrado allí ceremonias cristianas; de este modo, la designación del templo actual como mezquita viene a ser un doble desprecio de las dos religiones, la musulmana y la cristiana. Eso no quiere decir que en Córdoba no haya una mezquita, por supuesto, que no es La Asunción, igual que en Estambul hay, por supuesto, una catedral, que no es Santa Sofía. Dicho lo cual, era lunes, un día tranquilo en teoría, pero la víspera había llovido, los pasos habían tenido que refugiarse en la catedral, y así, en plena mañana de Lunes Santo, nos vimos en medio del tráfago inesperado de la procesión de Domingo de Ramos y gozamos, sin padecerla apenas, la apasionada Semana Santa andaluza.

     Pero a mí me interesaba más ese bosque de columnas y dobles arcos bicolor al que alude siempre la descripción de la antigua mezquita, no por tópica engañosa. Hoy en día parece de buen gusto insistir con saña en el derribo de la parte central del templo original para levantar coros y bóvedas renacentistas. Se me permitirá a mí, en cambio, transmitir mi agradecimiento a todos los responsables del templo, durante siglos, que respetaron el resto, maqsura y mihrab incluidos, algo tal vez único, en todos los tiempos y en todos los lugares. De este modo, aquella noche, durante la interminable vigilia de oración con la que nos torturó el obispo en persona, pudimos vagar al descuido por entre las sombras de la milenaria columnata islámica, densas de incienso cristiano e iluminadas a tramos tan solo por velas católicas.

     En realidad ignoraba todavía el lugar concreto de Córdoba donde habían enterrado a Luis de Góngora. Por lo ya escrito, el lector habrá entendido que me lo imaginaba en un cementerio cualquiera, entre cipreses y lápidas. Eso creía, en efecto, pero ese día descubrí, estupefacto, que el padre del culteranismo yacía allí mismo, bajo las viejas arcadas omeyas de la catedral por la que paseaba. Como era lógico, por otra parte: Góngora pertenecía a una vieja familia de la nobleza local que mantenía una capellanía en la seo cordobesa. Decidido desde joven a convertirse en el gran poeta español que lograría ser al final de su vida, se aprovechó de ese beneficio eclesiástico que le dejaba las manos libres para dedicarse a la literatura. Tan mal sacerdote como buen poeta, Góngora nunca se preocupó por sus hábitos -físicos ni morales-, ni por sus obligaciones eclesiásticas, pero al final de su vida, tras ejercer incluso como capellán real en la Corte, recibió sepultura en la capilla familiar de San Bartolomé, donde una urna hoy recuerda su nombre y su figura. Pero no hay ángeles de grandes alas allí y el altar lo decora una bella cerámica mudéjar ausente en la imagen del 27. Ahora sé que aquella fotografía había sido hecha en realidad en el Ateneo de Sevilla -¿por qué en Sevilla?- y que las grandes alas angelicales no eran tales sino un trompe l’oeil casual, dibujado por las volutas del retablo sobre la propia pared en una vieja foto en blanco y negro.

     Allí dejamos a Luis de Góngora, a quien el dios de los poetas tenga en su Gloria, y dejamos también el alma islámica de la catedral cristiana, saliendo al sol, al bullicio y al puente romano de Córdoba.

     Crucé ese puente con el respeto que se debe a la maravilla, disfrutando de la lenta belleza del Guadalquivir en los sotos de la Albolafia, impresionado por la contundencia arquitectónica y militar de la Calahorra pero, también, agachando la vista, con vergüenza, bajo la estatua de San Rafael. Mea culpa: Desde que llegué a Aragón he dado varias veces 2.º de Bachillerato y, por lo tanto, el Romancero Gitano. Y siempre, también, permito -he de confesarlo, chicas- que mis alumnos se salten los poemas que Lorca dedica a San Miguel (Granada), San Gabriel (Sevilla) y San Rafael (Córdoba). Así que me sentía un poco indigno paseando por aquellas piedras milenarias bajo la mirada del arcángel. Sin embargo, como he dicho, la mañana andaluza era espléndida, la perspectiva de la catedral un espectáculo y el ambiente festivo que nos rodeaba tan emocionante que bajo aquel luminoso cielo de abril pedí disculpas a San Rafael por mi desidia y le di las gracias por no poder decir ya, como el jinete de Lorca: “Yo nunca llegaré a Córdoba”. [E. G.]