HISTORIA: ESTUDIO Y RECONSTRUCCIÓN DEL PASADO

 

    En uno de sus relatos más sorprendentes, “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges utiliza precisamente la definición que el caballero manchego hace de la Historia en el capítulo noveno de la primera parte -émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”- para ejemplificar la relatividad del lenguaje, hasta qué punto unas palabras idénticas pueden tener distinto sentido dependiendo del momento histórico en que se utilicen. Así, el hecho de que en la actualidad se hable de “ciencias históricas” o se pretenda tener en cierto modo por equivalentes el estudio de la Historia, el de Química o una Ingeniería, no debería hacernos olvidar que durante toda la historia de nuestra cultura la Historia ha sido, sobre todo, una disciplina humanística ligada al concepto de interpretación, la de unos acontecimientos realmente sucedidos, y enfocada a la construcción de un “relato” social, no científico. Es más, el subgénero literario de la Historia en Europa, por su genealogía clásica, ha gozado durante siglos de un prestigio especial como elaboración literaria, artística, algo que hoy, ciertamente, resulta poco atractivo para los profesionales universitarios, pero que sigue siendo fundamental en los ámbitos, cada más más amplios en este desnortado inicio de milenio, de la divulgación histórica.

    En efecto, la Historia como subgénero literario es uno de los ámbitos de creación de mayor tradición clásica de nuestra cultura. No en vano, para Petrarca, el humanista por excelencia, la mayor joya de su colección de textos latinos de la Antigüedad eran sus décadas celosamente buscadas y adquiridas del Ab urbe condita de Tito Livio. Pero ya mucho antes, en los Orígenes de Europa, un intelectual franco como Einhard había recurrido a otro historiador latino, Suetonio, como modelo para su biografía de Carlomagno. E incluso antes, la secuencia que va de la Historia ecclesiastica de Eusebio de Cesarea en el siglo IV, escrita en griego, a la Historia ecclesiastica gentis Anglorum de Beda el Venerable redactada en Northumbria en el siglo  VIII  con la vista puesta en la traducción latina de la anterior de Rufino de Aquilea, hace evidente que el estudio de la Historia fue una de las actividades fundamentales en la transmisión del modelo de civilización occidental desde la Baja Latinidad a la Alta Edad Media.

    A partir de esta constancia como cordón umbilical entre culturas, los historiadores europeos consideraron imprescindible su participación en la reconstrucción o preservación del pasado como raíz y justificación del presente. Ese va a ser el papel más relevante de los grandes historiadores regionales de los reinos recién incorporados al Cristianismo, desde los Decem libri historiarum de Gregorio de Tours en la Galia franca del siglo VI hasta la Gesta Hunnorum et Hungarorum de Simón de Kéza en la Hungría del XIII. En estos casos, como en la Historia de regibus Gothorum, Vandalorum et Suevorum de Isidoro de Sevilla en la Hispania visigoda del siglo VII, la Gesta Danorum de Saxo Gramático en Dinamarca en el XII y tantos otros, el objetivo primordial de la Historia consiste en documentar la existencia de una realidad previa al momento de la escritura, a partir de la cual se justifica la supervivencia de una situación actual determinada en el ámbito religioso, político, social, étnico…

    En los casos anteriores se trata de textos en latín, propios de una disciplina a la que se le otorga una especial relevancia, pero pronto sucederá lo mismo con textos en lenguas vernáculas como la Pověstĭ Vremęnĭnyhŭ Lětŭ eslava del siglo XII compilada en Kiev o la Primera Crónica General castellana de Alfonso X, del XIII. Exactamente igual que en los ejemplos anteriores, la narración histórica surge de los propios centros de poder y se pone a su servicio. El historiador tiene un papel fundamental en la construcción del relato histórico como explicación de una tesis institucional: la trascendencia del cristianismo en la sociedad británica, los orígenes raciales de la monarquía húngara o la continuidad castellana de la legitimidad visigoda… Su papel es similar, por lo tanto, al de Heródoto en su Historia, concebida para demostrar la superioridad griega frente a los persas, o al del propio Tito Livio dando cuenta del destino inmortal de Roma.

    Pero en la Edad Media europea hallamos también otros modelos de relato histórico mucho menos trascendentes. Pensemos, por ejemplo, en la Conquête de Constantinople francesa de Geoffroi de Villehardouin, del siglo XIII, en la Crónica de Ramón Muntaner, catalana, del XIV, o en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz, castellana, del XVI. Estamos ante relatos históricos autovindicativos, más en la línea, en este caso, de la Guerra de la Galias de Julio César o de la Guerra de los judíos de Flavio Josefo, con un interés especial en dejar testimonio de las propias hazañas o de las del grupo al que se pertenece. Por supuesto, en estos casos la redacción está puesta al servicio del propio autor, interesado en presentar siempre los hechos a la luz de sus prioridades.

    Y no debemos pasar por alto otro modelo muy importante, la historia como polémica, con un ejemplo mayor en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, del XVI. En este caso nos hallamos ante una de las pocas manifestaciones de rechazo de un proceso histórico, es decir, que el historiador escribe contra la realidad, para denunciar los acontecimientos. Resulta difícil encontrar un parangón en la literatura clásica, lo cual hace aún más notable la propuesta del dominico, que convierte la Historia en un campo de batalla dialéctico.

    Otro aspecto a tener en cuenta en este análisis de la Historia como subgénero literario es el de su relación estrecha con la literatura de ficción. La propia mentalidad medieval, que asimilaba hagiografía y biografía y tenía el Génesis por un libro de historia, estaba predispuesta a incorporar cualquier relato legendario o folclórico a los libros de Historia. Podemos ver esto no solo en las crónicas medievales donde Roldán, los infantes de Lara o el rey Arturo conviven con Carlomagno, doña Urraca o san Agustín de Canterbury sino en textos posteriores como las historias de las cruzadas de la Edad Media Central. En estas “Faziendas de Ultramar”, que suelen arrancar de la Historia Ierosolimitana latina de Guillermo de Tiro del siglo XIII, con el tiempo historia y ficción se entremezclan de tal forma que se tiene la sensación de que a los lectores les atraían más que la realidad las ampliaciones literarias que acabarían dando lugar a la Jerusalén de Tasso. A este respecto, por cierto, no hay que olvidar que también en la época clásica se había establecido un modelo de epopeya culta, la Farsalia de Lucano, que aprovechaba como base creativa para la ficción un acontecimiento histórico bien conocido por el lector.

    Solo a partir de la segunda mitad del siglo XVI, tras la difusión del Humanismo y mucho más en el XVIII, con el triunfo de la Edad de la Razón, el estudio de la Historia se va a concebir ante todo como el acercamiento fidedigno a los hechos verdaderos. Sin embargo, conviene no olvidar que en esa misma época, Voltaire junto con El siglo de Luis XIV escribe también su Henríada, una epopeya culta, y el propio Schiller se va a servir de sus estudios históricos sobre la independencia de Holanda y la Guerra de los 30 años, que le habían hecho famoso como catedrático de Historia en Jena, para escribir su tragedia Don Carlos y su trilogía sobre Wallenstein. Y esta situación no variará con la llegada del Romanticismo. El estudio de la Historia se va a centrar a partir de entonces en la elaboración del relato nacionalista, adaptado a los intereses de un poder regional, a la manera de la Edad Media. Piénsese, por ejemplo, en una de las máximas empresas históricas del siglo XIX, la Historia de Francia de Jules Michelet, concebida de principio a fin para dar consistencia intelectual a un ente político nacional perfectamente definido, la Francia liberal y republicana, dentro del marco general del imperialismo europeo.

    A partir de aquí, y dada la responsabilidad directa de esta percepción de la Historia en la ruina definitiva de Europa durante el siglo XX, los historiadores han pretendido desmarcarse de su función tradicional como redactores de un relato y, a través de escuelas como la de los Annales, convertirse en una disciplina “científica”, objetiva e inocua. Sin embargo, si algo así fuera posible, acabaría con el propio sentido de la Historia en Occidente, que habría de negar su finalidad esencial en nuestra cultura: la reescritura constante del pasado como forma de actuar sobre el presente. [E. G.]