TEORÍA DE LA DISCONTINUIDAD ESENCIAL

 

    Hacia el siglo XII en el sur de la Península Ibérica se cantaban unas cancioncillas en las que una joven lloraba sus penas de amor. Era una lírica popular propia de los descendientes de aquellos hispanovisigodos que tras la conquista se habían convertido al Islam y se habían integrado en la nueva sociedad musulmana, y ajena, por lo tanto, a las tradiciones árabes y bereberes que se habían asentado en Al-Ándalus a partir del siglo  VIII . De hecho, lo que identificaba esos poemas era el idioma utilizado, variantes del latín vulgarizado que se había generalizado durante el Bajo Imperio. Esa peculiaridad sociolingüística precisamente, fue considerada un rasgo de sofisticación o de esnobismo durante un tiempo por los poetas árabes y hebreos, que consideraron atractivo incorporar las jarchas, estos estribillos romances, a sus cultas moaxajas: un broche exótico y pintoresco en un contexto literario enomemente estilizado, una falda de pastora para María Antonieta.

    Tres siglos después en los reinos de Andalucía no quedaba nada de la sociedad musulmana que había disfrutado con ese tipo de poesía. Las jarchas fueron ignoradas por los nuevos conquistadores del norte, en cuya literatura de la época apenas se conservan algunos ecos. De hecho, hasta el siglo XX las jarchas no fueron redescubiertas, no en España sino en Egipto y no por un filólogo español sino por un investigador húngaro de la cultura arábigo-andaluza.

    Las jarchas andalusíes nos hablan de una fractura. Los territorios de la Romania que a partir del siglo VII pasaron a formar parte del Islam se integraron en una cultura diferente y se desarrollaron orgánicamente como parte de ella. No hay continuidad posible en esos casos. No la hay en el norte de África, donde el Islam ha llegado hasta nuestros días, pero tampoco en la isla de Sicilia o en la Península Ibérica, de donde se retiró siglos más tarde. Y esta discontinuidad, que hemos ejemplificado con las jarchas, no es una característica marginal de nuestra cultura, accesoria u ocasional, no es una curiosidad histórica, sino uno de sus rasgos constitutivos, fruto de una serie de sucesivas, aleatorias y profundas fracturas que han resultado finalmente esenciales para Europa.

    En estas páginas hemos recordado ya la peregrina historia del Beowulf, en el otro extremo del continente, que se corresponde con la más fundamental de esas rupturas: la sustitución del Imperio Romano de Occidente por un mosaico de reinos germánicos. Del Beowulf sabemos con tanta seguridad que fue escrito en un reino anglosajón como que remite a un contexto escandinavo. Pertenece, pues, a un ámbito que hace más de mil años que no existe, una Europa del Norte en el que las islas británicas estuvieron vinculadas culturalmente con la península de Jutlandia y la región de Escania. Sin embargo, ni el Reino Unido, ni la Dinamarca o la Suecia actuales descienden directamente del mundo del Beowulf. No hay continuidad, ni siquiera lingüística, entre la épica germánica precristiana y la Europa de hoy y, de hecho, entre la datación más moderna de la única copia superviviente del Beowulf y su primera noticia en la historia de la cultura europea media una laguna de al menos 500 años.

    Un repaso a la evolución de la cultura europea exento de prejuicios detectará fallas de este tipo a todo lo largo y ancho de la historia de Europa y no solo en los siglos más antiguos. La misma ruptura de la continuidad podemos hallar en la neutralización por parte del reino de Francia del modelo cultural autónomo de Occitania, que acabó al mismo tiempo con una de las líricas y una de las espiritualidades más originales y creativas de la Edad Media Central, o en la generalización del rito romano en toda la Cristiandad frente a cualquier otra variante regional, como la irlandesa o la mozárabe. En épocas mucho más recientes, esas cicatrices definitorias del rostro de Europa han seguido abriéndose en todos los sentidos: en el ámbito político, con el lento y doloroso proceso de absorción de la Lotaringia, que implicó la uniformización de amplios territorios de compleja tradición franco-germana en Lorena y franco-italiana en Saboya; en el ámbito religioso, con la terrible ruptura que supuso primero la difusión de la Reforma, que acabó con un modelo espiritual unitario que había dado forma a Europa desde Carlomagno y, después, con las terribles guerras de religión del siglo XVII que configuraron dos bloques irreconciliables durante siglos; e incluso en el ámbito social, de forma aún más trágica e inhumana, con la aniquilación por la fuerza de todo el legado judío centroeuropeo durante el III Reich. Se trata solo de algunos ejemplos de rupturas de la continuidad que, desde una perspectiva histórica, provocaron que determinados proyectos culturales –la idea de un Imperio paneuropeo, la unidad religiosa en torno al catolicismo, el desarrollo de determinados modelos culturales periféricos- quedaran varados en los márgenes de nuestra historia, apéndices, en cierto modo, que no conducen a ningún sitio, sin salida.

    Y puesto que se trata de un proceso intrínseco a nuestra historia cultural, seguimos hallándolo ya en el siglo XX en una de las mayores fracturas de la historia de Europa, la desaparición del Imperio Austrohúngaro:

    Franz Kafka era judío: pertenecía a una tradición secular, uno de los ejes cardinales de nuestra cultura en los últimos siglos, la de los judíos europeos más o menos asimilados, lugar que compartía a principios del siglo XX con otros intelectuales y artistas de tanta relevancia como Freud o Zweig, pero también Proust, Némirovsky, Modigliani, Chagall, e incluso Sarah Bernhard o Trostki. Kafka vivía en Bohemia: era originario de una región del Imperio Austrohúngaro que desde la Edad Media había mantenido una estrecha y conflictiva relación con el Imperio Germánico y que en ese momento tenía un importante papel en el ajedrez político de Viena. Kafka escribía en alemán: sus referencias literarias eran alemanas, publicaba en revistas y editoriales alemanas y su público potencial estaba en Alemania ya que, dada la configuración étnica tanto de su Praga natal como del Imperio, el mayor número de sus lectores estaba en el recién creado II Reich.

    Todavía en vida, Franz Kafka conoció la primera gran ruptura de este estatus secular: tras la I Guerra Mundial dejó de ser austriaco o bohemio y pasó a ser checoslovaco, es decir, miembro de una república artificial creada para una nación inexistente de bohemios, moravos, eslovacos y rutenos, al margen de que gran parte de su población fuera alemana y judía. Y su muerte prematura le impidió asistir a la tragedia de las otras dos rupturas: la escisión de la tradición alemana de Bohemia tras la anexión de los Sudetes por el III Reich, que reforzaba la idea de una Checoslovaquia exclusivamente eslava, y, por fin, la aniquilación de toda la cultura judía, asimilada o no, de Centroeuropa durante la II Guerra Mundial.

    Franz Kafka había nacido como judío de lengua alemana en la Praga del Imperio Austrohúngaro en 1883; solo 60 años después en su ciudad natal, capital de Checoslovaquia, ni se escribía en alemán ni se rezaba en hebreo. Tres tradiciones seculares, política, étnica y lingüística, habían sido abolidas. Una brecha insalvable, otra más, había sido abierta en la historia de la cultura europea.

    ¿Cómo es posible seguir hablando de unidad en la historia de una cultura recorrida por tan terribles y profundas cicatrices? Para responder a esta pregunta esencial habrá que elaborar una nueva teoría y escribir un nuevo artículo. [E. G.]