BIZANCIO Y EUROPA: ASUNTOS DE FAMILIA

 

    Una de las cuestiones básicas en torno a los límites del concepto histórico de “cultura europea” es la relación entre Europa y Bizancio, que involucra el vínculo europeo con el mundo grecorromano y, en consecuencia, la propia definición histórica de Europa. Sin embargo, nunca se ha llegado a establecer una relación precisa entre lo “europeo” y lo “bizantino”. Bizancio, pese a que no se le excluye expresamente de Europa, se concibe, en el mejor de los casos, como un anómalo proyecto inviable, una especie de saurio del Jurásico que, por algún azar de la historia, hubiera resistido por un tiempo a la extinción. Otra posibilidad, más moderna, ve en Bizancio uno de los orígenes de Europa; se le reconoce un valor intrínseco pero solo para considerarlo otra de las muchas raíces de Europa, como Grecia, el judaísmo, el Islam e incluso el mundo celta.[1]

    Cercana a esta segunda interpretación está la que hemos adoptado aquí, si bien nosotros constatamos que la cultura bizantina mantuvo una especial relación con la europea, que no puede equipararse a ninguna otra de su tiempo: ambas fueron, hasta el siglo XV, las dos únicas líneas de evolución paralelas de la civilización occidental que había comenzado en la Grecia arcaica. No caben equivalencias entre Bizancio y el Islam, por ejemplo, a lo largo de la Edad Media: los musulmanes fueron siempre para los europeos “los otros”, mientras que Bizancio era “uno de los nuestros”. Y al establecer esta diferenciación no estamos pensando solo en términos religiosos; ni siquiera en términos religiosos principalmente.

    A partir del siglo IV, es decir, desde la consolidación de Constantinopla como “Nea Roma”, y hasta su desaparición a mediados del siglo XV, durante 1.100 años, el Imperio Romano de Oriente vivió una evolución política, social, económica y cultural autónoma, autosuficiente y bien diferenciada. Más aún, dado que la relación entre el mundo cultural bizantino y el grecorromano mantuvo una continuidad de la que la historia de Europa carece, Bizancio manifiesta desde el primer momento una solidez y una coherencia históricas que resulta imposible encontrar en Occidente durante esos siglos que hemos dado en llamar Orígenes. Por ello, en realidad resulta sorprendente el hecho de que no haya ninguna historia de Roma que se prolongue hasta 1453 y, por el contrario, todas terminen con la abdicación del último emperador de Occidente en el 476. Es decir, en la historiografía tradicional se vincula el devenir histórico del Imperio Romano a los orígenes de Europa, con la que no hay una continuidad evidente, mientras que se lo desvincula de la evolución del Imperio Romano de Oriente, con el que mantiene una continuidad indiscutible. La razón de esta anomalía es, por supuesto, el fuerte eurocentrismo que ha condicionado toda la interpretación histórica universal: Roma ha de terminar con Odoacro y no puede continuar con Justiniano porque nosotros (ingleses, franceses, alemanes..., que escribimos la Historia) somos los auténticos herederos de Roma y somos europeos, no bizantinos.

    Siendo Europa y Bizancio dos culturas occidentales que durante casi un milenio se desarrollaron en paralelo, resulta imprescindible establecer los nexos que compartieron y las diferencias que los separaron. Bizancio y Europa se desarrollaron a partir de la cultura grecorromana tal y como se manifestó durante el Imperio a partir del siglo I y es esa raíz grecorromana el principal nexo de unión entre ambas. Sin embargo, solo Bizancio puede considerarse una auténtica evolución históricamente coherente de Roma y, de hecho, lo que nosotros llamamos Bizancio nunca renunció a autodenominarse Imperio Romano y sus ciudadanos a considerarse “romanos”. Por el contrario, la fractura política, administrativa y cultural que provocó la creación de los nuevos estados germanos sobre el Imperio Romano de Occidente hizo que, en esa parte del continente, el mundo grecorromano dejase de ser una realidad fáctica para convertirse en un horizonte mítico, en una referencia cultural a partir de la cual se proyectó después una reconstrucción ficticia y, por supuesto, deformada. Incluso en múltiples ocasiones, para ese intento de reconstrucción del pasado mítico añorado, el mundo europeo hubo de acudir a Bizancio, donde reconocía la auténtica supervivencia de la Roma imperial.

    Solo un elemento del magma cultural grecorromano de Bajo Imperio sobrevivió de forma parecida en Oriente y Occidente, la religión cristiana. Pero se trataba de un constituyente de muy reciente incorporación y todavía en fase de adaptación. Y durante ese periodo, Occidente apenas tuvo ningún papel relevante, por ejemplo, en el establecimiento de los dogmas fundamentales de la nueva fe. Este proceso se llevó a cabo en griego y en Oriente a lo largo del siglo IV. Compárese en este sentido la lista de los Padres de la Iglesia orientales, todos ellos grandes teólogos e intelectuales griegos del siglo IV, con sus homónimos latinos de Occidente, todos ellos posteriores y de mucha menor relevancia intelectual, con la única excepción de San Agustín.

    Así pues, lo que marcó la definitiva diferencia entre Europa y Bizancio fue la fragmentación administrativa provocada por los nuevos estados germánicos. Esa multiplicidad política va a ser el principal signo de identidad de Europa frente a la uniformidad imperial bizantina.

    Bizancio y Europa aparecen a lo largo de toda la Edad Media como dos hermanos que mantienen complejas relaciones. En una primera etapa, hasta el siglo X aproximadamente, Bizancio es el hermano mayor: trata de corregir las desviaciones del pequeño, traerlo de nuevo al redil familiar, darle modelos y consejos, evitar que se convierta en un competidor... A partir de la I Cruzada, en cambio, es Europa la que intenta pasar por delante de ese hermano, al que ve cansado y anticuado. Se le releva en la lucha contra el Islam, se le planta cara en asuntos teológicos, incluso se le demuestra por la fuerza quién es el nuevo amo de la casa. Finalmente, en los siglos XIV y XV, llegado el final, Europa solo espera de Bizancio que muera con dignidad y le deje la mejor herencia posible.

    Nada había en la constitución política o cultural de Bizancio que lo condenara a la extinción pero esta sobrevino. Bizancio, durante toda la Edad Media, se desarrolló como un estado y una sociedad fuerte, coherente, poderosa y creativa. El hecho de que finalmente perdiera su batalla de nueve siglos frente al Islam no califica su existencia. Y tampoco es correcto afirmar sin más que Bizancio desapareció en 1553. Olvidaríamos que la Rusia ortodoxa se conformó a sí misma como la heredera de ese mundo bizantino medieval y que buena parte de la especial relación de Rusia con Europa ha estado condicionada por este hecho, sobre todo, durante los siglos XVIII y XIX, que vivirán el complejo intento de integración de ese último Bizancio eslavo en Europa. Nosotros, los europeos, no somos herederos de Bizancio, es cierto, pero la historia de la cultura bizantina admite interpretarse como la otra posibilidad de lo que Occidente pudo haber sido y, de hecho, fue, durante más de 1.000 años. [E. G.]



[1] .- Esta es la postura adoptada por Annick Benoit-Dusausoy et G. Fontaine: Lettres europèennes: manuel d´histoire de la litterature europèenne, Bruxelles, De Boeck, 2008.