SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS

 

    Para todos los europeos París es mucho más que Francia, mucho más que una metrópoli de 12 millones de habitantes, mucho más que lo que pueda ser en realidad París. Para un europeo, París es ante todo nuestra cultura. No una imagen más de nuestra cultura, como pueden serlo Londres, Sevilla, Pisa o San Petersburgo sino el símbolo mismo de que compartimos una cultura. Nada representa mejor que el París de las primeras décadas del siglo XX la existencia de un poderoso magma cultural compartido que tendía, como hacia su eje, hacia la capital de Europa, París. Desde Transilvania hasta Irlanda, desde Moscú y Cristiania hasta Lisboa y el Puerto de Santa María, incluso hasta Nicaragua, Perú o Pennsilvania, toda la cultura occidental tuvo como referente un punto iluminado en el horizonte de la cultura, París.

    Pero los orígenes de la Ciudad de la Luz no pudieron ser más humildes. Un villorrio perdido entre las márgenes del Sena, aún más irrelevante que la Lutecia de Asterix, en la Galia de Julio Cesar, dio lugar, siglos después, a una pequeña ciudad de provincias en la Francia Occidental de los carolingios. Solo la lenta consolidación del dominio feudal del rey de Francia a partir del siglo XI y, en mucha mayor medida, el establecimiento allí de la Universidad de la Sorbona en el XIII, dio lugar a una auténtica ciudad europea en la Edad Media Central. Pero todavía en el siglo XVI y a pesar de Nôtre-Dame y del Louvre, los Valois tenían a su capital por una ciudad clerical y beligerante, sucia y ponzoñosa, con la que no valía la pena encariñarse.

    Pese a su situación geográfica, París se convirtió en el corazón de Francia con los Borbones. La centralización del estado obligó a desarrollar una inmensa maquinaria funcionarial en torno al monarca que engrandeció y modernizó la vieja ciudad medieval. Y a partir de ese momento, en la segunda mitad del siglo XVII, París fue Francia.

    Un siglo después, con Voltaire y la Enciclopedia, con Buffon y Lavoisier, con Beaumarchais e Ingres, París, además, comenzó a ser Europa. La Revolución de 1789 hizo de París, por vez primera, la cabeza destacada de nuestra cultura. Todos los intelectuales, artistas y filósofos europeos, todos los grandes creadores en todas las disciplinas, del teatro de Schiller a las sinfonías de Beethoven, de la pintura de Goya a la escultura de Canova, todo se vio atraído, contaminado, cotejado, reflejado en los sucesos políticos que entre la toma de la Bastilla y la derrota de Waterloo convirtieron a Europa en una hoguera social, militar e ideológica.

    A partir de ese momento y durante más de un siglo, París descolló sobre el resto del continente como el faro que dirige a un gran barco, todo un continente, hacia su destino. Todos los grandes movimientos culturales del siglo XIX tuvieron en París su origen o su mayor desarrollo o su principal punto de inflexión. Desde París, Balzac enseñó a toda Europa a reconstruir de forma sistemática la sociedad burguesa en sus novelas, Heine o Mickiewicz encontraron en París el ambiente de libertad que necesitaban para desarrollar su ideas de independencia y de revolución, Flaubert y sobre todo Baudelaire se aprovecharon de la hipocresía y la indulgencia de la censura parisina para convertirse en los grandes renovadores de la literatura a mediados de siglo, Turgueniev y Eça de Queirós se trasladaron a París para seguir escribiendo allí sus novelas rusas y portuguesas, los impresionistas y los simbolistas revolucionaron de nuevo desde sus sórdidas mansardas parisinas el mundo del arte occidental a finales del siglo, Wilde hubo de refugiarse en París para arrastrar los últimos años de su vida, Picasso hubo de viajar hasta París para encarrillar los primeros años de su carrera, Rubén Darío, Antonio Machado, Tristan Tzara, Juan Gris, James Joyce, Ezra Pound, Scott Fitzgerald, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Samuel Beckett... No era Francia lo que atraía a toda la intelectualidad occidental sino París, específicamente París, porque París no era la capital de Francia sino la capital de Europa, más aún, la capital del mundo.

    El siglo XX, sin embargo, acabó con ese París inigualable. Dos grandes guerras apagaron primero su fulgor. La gran ciudad del Sena, que durante la Primera Guerra Mundial se había convertido en la ciudad mártir, bombardeada impunemente por los alemanes desde el frente, en la Segunda, en cambio, fue la ciudad colaboracionista, un inmenso complejo vacacional puesto a disposición de los alemanes para mitigar las penurias de la guerra. Sin embargo, el gran mito de la Resistencia, igual que enmascaró la vergüenza histórica del colaboracionismo francés, permitió que sobreviviera la fantasía de un París libre y digno. Pero nada será ya lo mismo. La profética frase de Rick, “Siempre nos quedará París”, se ha convertido en el destino de la ciudad en los últimos cincuenta años. Del París eterno apenas queda sino su recuerdo grabado en fuentes de metacrilato que los turistas chinos compran en los bajos de la Torre Eiffel. Y, sin embargo, dentro de nosotros sigue resonando “siempre nos quedará París”, al menos mientras alguien sostenga el recuerdo, y acaso la esperanza, de lo que un día fue Europa.

    Ciertamente, París hace mucho que no es una fiesta y, sin embargo, París sigue siendo lo poco que nos queda y nos agarraremos a ella mientras aún no se nos haya hundido todo. No es la primera vez que estallan bombas en la ciudad de Apollinaire, no es la única vez que los terroristas asesinan en el ciudad de Enrique IV, pero tampoco va a ser la última vez que se entierra en París a Voltaire ni la última en la que se invoquen en París los Derechos del Hombre. Al fin y al cabo, París forma parte de todos nosotros y no vamos a dejar que nos maten a todos. Requiescant in pace. [E. G.]