1925: GEORGE B. SHAW - SANTA JUANA

 

I: GEORGE BERNARD SHAW

    George Bernard Shaw nació en Dublín, entonces en el Reino Unido, en 1856 en una familia de ascendencia inglesa y religión protestante de modestos ingresos, lo que hizo que pronto abandonara la escuela para ponerse a trabajar. Ya con 20 años, marchó a Londres, donde compaginó su trabajo de oficinista con su gusto por la música. Solo hacia 1880 se dedicó por completo a la escritura pero sus primeros tanteos, tanto en la novela como en el teatro, fueron infructuosos, aunque comenzó a ganar cierto prestigio como crítico literario y musical. Solo en los 90 empezaron a representarse sus obras de teatro, todavía con dificultad. Así, La profesión de la señora Warren, de 1893, solo fue publicada en el 98 y puesta en escena en 1902. Su primer éxito como dramaturgo fue El hombre y las armas, de 1894, rechazada por la crítica pero con gran éxito de público. La época de más éxito teatral de Shaw fue la primera década del siglo XX, años durante los que llegaron a representarse catorce de sus obras en el Royal Court Theatre de Chelsea, dedicado al teatro contemporáneo. De entonces son La comandante Bárbara y César y Cleopatra. En ellas Shaw experimentó su nueva forma compositiva conocida como “drama de debate”. En su momento destacó La primera obra de Fanny, con más de 600 funciones, pero ahora es más conocida Pigmalión, de 1912.

    Desde 1882 Shaw había empezado a preocuparse por los problemas políticos de las clases trabajadoras, integrándose en la Sociedad Fabiana, de ideario socialista, a la que pertenecería durante décadas. Como fabiano se negó a aceptar la revolución y el anarquismo y se mostró a favor de influir en el ideario de los partidos políticos ya existentes y de reformar las instituciones democráticas. Fue diputado en 1888, y en 1893 asistió a la fundación del Partido Laborista Independiente. Durante los años 20, sin embargo, Shaw se mostró cada vez más escéptico con la democracia parlamentaria, inclinándose hacia experimentos dictatoriales como los de Lenin y Mussolini. En este sentido se hizo famosa su visita de la Unión Soviética de 1932, de donde regresó ensalzando a Stalin y la política comunista. Incluso de Hitler llegó a escribir comentarios elogiosos. Por contra, manifestó un continuado despreció por los EE.UU. pese a ser galardonado con un Oscar en 1938 por su guion adaptado de Pigmalion.

    En el ámbito personal, aunque hasta los 29 años parece no haber mantenido ninguna relación femenina íntima, después estrechó vínculos sentimentales con diversas actrices de sus obras, incluso después de haberse casado, en 1898, con Charlotte Payne-Townshend, una rica admiradora con la que no tuvo hijos. Durante la Primera Guerra Mundial Shaw se mantuvo al margen de la política nacionalista de su país, criticando el imperialismo que la había provocado. Por otra parte, pese a ser irlandés de nacimiento, no estaba a favor de la independencia de Irlanda sino de una solución federal. Aunque siguió siendo británico toda su vida, adquirió la doble nacionalidad en 1934.

    Tras la guerra cosechó varios fracasos teatrales hasta que escribió Santa Juana, en 1923, acogida con entusiasmo y principal motivo para ser galardonado con el Premio Nobel en 1925. A partir de los años 30 y con más de 90 años Shaw todavía escribía pero apenas tiene ya producción literaria de relevancia. Murió a los 94 años en 1956.

    En su concepción dramática, Shaw defendió las obras de Henryk Ibsen y de Oscar Wilde. Utilizaba el teatro para dar a conocer sus ideas políticas y sociales por muy polémicas que fuesen, como la eugenesia, el ateísmo o su vegetarianismo. Su influencia en la literatura se expresó sobre todo como pionero del “teatro inteligente”, en el que el público debe pensar, y marcó el camino para una nueva generación de dramaturgos ingleses como Pinter, Stoppard u O’Neill. En la actualidad sigue siendo considerado el mejor dramaturgo inglés del siglo XX y el segundo mejor autor de teatro en lengua inglesa después de Shakespeare.

 

II: SANTA JUANA

    La escritura, las representaciones y el éxito de esta obra de Shaw estuvieron vinculados en su momento a la canonización de Juana de Arco en 1920 y a su exaltación como patrona de Francia. Todo lo cual, a su vez, no se comprendería, a casi cinco siglos de su muerte, sin el fervor patriótico y nacionalista propiciado por el esfuerzo bélico, las terribles matanzas y el triunfo final en la Gran Guerra. Lo curioso es que esta revitalización religiosa y sentimental de una campesina lorenesa quemada por hereje a principios del siglo XV se tradujese en el ámbito literario en dos importantes obras inglesas, esta Santa Juana de Bernard Shaw (1923) y, en menor medida, la Santa Juana de Arco de Vita Sackwille-West (1936). No deja de resultar curioso que fueran los descendientes de quienes prendieron fuego a su hoguera los que recuperaran este exitoso motivo literario de la cultura europea. Por cierto, no estaría de más profundizar en esta transfiguración artística, incorporando el Enrique VI (1592) de Shakespeare, La doncella de Orleans (1801) de Schiller, las versiones operísticas de Verdi y de Chaikovski o Santa Juana de los mataderos (1929) de Brecht. En el Epílogo de Shaw, por cierto, hallamos también el eco de otro tema literario ya tratado en estas páginas, el Gran Inquisidor de Dostoievski. Ante la posibilidad de que Juana regrese a la vida tras su canonización, todos, desde el Arzobispo al rey de Francia, procuran quitárselo de la cabeza a la Doncella, no sin que el propio Inquisidor deje caer que, de darse el caso, se vería obligado a cumplir de nuevo con su obligación.

    Además de ese Epílogo y del típico Prólogo ensayístico, largo y farragoso, que acompaña al texto pero -menos mal- no a la representación, Santa Juana está compuesta por seis cuadros dramáticos independientes con los episodios cruciales de la historia pública de Juana de Arco: una entrevista con Baudricourt, su introducción en la corte de Carlos VI, la intervención en el cerco de Orleans, la coronación en Reims y el juicio ante la Inquisición en Rouen. Solo la escena IV, protagonizada por el conde de Warwick y el obispo de Beauvais, prescinde de Juana para presentar la perspectiva de sus enemigos. El argumento de la obra se sostiene sobre las propias actas del proceso inquisitorial y los testimonios de la época, numerosos y precisos a pesar de todo. La tarea de Shaw como dramaturgo consistió en dar forma a esos datos unificando su sentido desde una perspectiva moderna.

    Para Shaw, como para Dostoievski las del Cristo de Aliosha, las razones de la protagonista son sencillas y evidentes: Juana ha de cumplir con su misión sobrenatural. El autor no intenta penetrar en el verdadero origen o sentido de las voces que oye Juana o en sus más humanas motivaciones. Lo que le interesa es la reacción de la sociedad ante un espíritu semejante. Para ello el autor presenta toda una amplia gama de personalidades y comportamientos más o menos ajustados a los datos de la Historia, desde el escéptico Baudricourt al práctico Dunois, para quienes Juana solo es una posibilidad para dar un giro a la campaña, pasando por la indolencia de Carlos, la resistencia del Arzobispo, el pragmatismo de Warwick, la pasión patriótica del capellán Stogumber o el fanatismo religioso del obispo Cauchon. Para todos ellos, Juana no es sino una pieza más en el tablero político, militar y religioso del momento. Ninguno duda de la falsedad esencial de la Doncella pero para ninguno de ellos el factor espiritual de la cuestión es relevante.

    Inglés como es Shaw, resulta especialmente atractiva la desapasionada personalidad que le otorga a Warwick, un soldado que se limita a interpretar la situación militar según los datos efectivos, uno de los cuales es la propia intervención de la Doncella, como cualquier general inglés de la I Guerra Mundial que hubiera tenido que lidiar con una fanática visionaria como Juana. Igual de interesante resulta la toma de postura del autor a favor de los jueces que la condenaron. Frente a la censura general, que incluso los condenó como herejes en su época, Shaw subraya la forma en que el propio sistema puede comportarse de forma criminal precisamente por su honradez y celo.

    Santa Juana tiene el enorme acierto de montar ante nuestros ojos un magnífico espectáculo intelectual en el que las pasiones de la sociedad del siglo XV se muestran extrañamente próximas a las nuestras. Es cierto que hoy en día la figura de Juana de Arco solo en Francia sigue teniendo alguna relevancia entre los nacionalistas, pero la hipocresía de la sociedad actual ante el fanatismo religioso y la guerra sigue siendo tal que una lectura así, 100 años después, mantiene su plena vigencia. [E. G.]