EUROPA NOBEL

 2004: ELFRIEDE JELINEK - LA PIANISTA

 
 

I: ELFRIEDE JELINEK


    La novelista y dramaturga austriaca Elfriede Jelinek nació en 1946. Su madre, católica y tradicionalista, mantuvo durante toda su vida con su hija una malsana relación que ha marcado buena parte de su producción literaria y cuyos ecos pueden percibirse en La pianista. Así, se empeñó en que Elfriede recibiera una educación exquisita desde su primera infancia, lo cual, aunque la impulsó por el camino de la música y la literatura, le impidió vivir una infancia normalizada. En su juventud una crisis de agorafobia obligó a la futura escritora a vivir recluida durante más de un año en el apartamento familiar. Alumna brillante de conservatorio, cursó también arte dramático antes de centrarse en la creación literaria, todo lo cual le ha permitido promocionar la obra de músicos vanguardistas de la talla de Schönberg, Berg y Webern. También ha traducido obras de teatro de Shakespeare y Marlowe y novelas de Pynchon.

    Sus dos primeras novelas son consideradas el inicio de la literatura pop en lengua alemana y desde entonces cada una de sus nuevas producciones, radicales y críticas siempre, ha venido provocando grandes controversias en Austria. De hecho, las relaciones de la autora con su país han sido siempre turbulentas, enfrentada una y otra vez a la prensa conservadora y a la extrema derecha. En 1974 Jelinek entró en el Partido Comunista Austriaco, que abandonó en 1991, y luego ha figurado entre los opositores a los bombardeos de la OTAN sobre Serbia y en todo tipo de controversias contra el poder establecido, como la firma, en 2013, junto con otros Nobel como Grass, Coetzee, Pamuk y Tranströmer, de un manifiesto contra el espionaje de los ciudadanos por parte de sus gobiernos. Entre los premios que ha recibido están el Heinrich Böll de 1986, el Georg Büchner de 1998, el Heinrich Heine de 2002 y, finalmente, el Premio Nobel de Literatura de 2004 por desvelar “con una excepcional pasión lingüística el absurdo y el poder autoritario de los clichés sociales”. Esta concesión resultó tan polémica, y no solo en Austria, que hasta uno de los miembros del jurado dimitió como protesta.

    La literatura de Jelinek es considerada posmoderna por su rechazo parcial del naturalismo, su intertextualidad, la relectura crítica de los géneros o la mezcla de registros. Sus textos se presentan como un pastiche de la paraliteratura, mezclando referencias propias de la más alta cultura con otras procedentes de la cultura popular y underground. Su lenguaje recoge los estereotipos sociales y sicológicos propios de la televisión, de la literatura popular y de los discursos políticos, riéndose de ellos con virulencia para neutralizarlos. En resumen, su estética se caracteriza por su crítica feroz de la sociedad y por la sofisticación de su estilo. La obra de Jelinek se sirve sobre todo de técnicas experimentales cercanas a la vanguardia expresionista. La existencia está percibida como la relación entre dominantes y dominados y la sociedad se presenta como un terreno de caza en el que los depredadores triunfan. La autora acepta ser considerada moralista y que sus obras se califiquen como actos políticos que ponen de manifiesto el poder absurdo del patriarcado y sus repercusiones sobre los comportamientos sentimentales y sexuales.

    Jelinek reivindica su filiación con la tradición crítica de la literatura y la filosofía austriacas, de Karl Kraus a Wittgenstein, y se ha declarado seguidora de la estética literaria de Günter Grass y de Robert Walser. A su vez, las piezas dramáticas de Jelinek muestran la influencia de Bertolt Brecht por su uso de aforismos, fórmulas publicitarias y expresiones idiomáticas propias de la ideología dominante.


 

II: LA PIANISTA

 

    Hay algo terrible en la idea de que esta novela de Jelinek, que le ha dado la fama, tenga tanto de autobiográfica. Por supuesto, no es necesario conocer la vida de la autora para leerla; de hecho, como veremos, la impactante temática de la obra y la perspectiva desmitificadora que arroja sobre ámbitos muy prestigiosos de la cultura occidental, bastan por sí solos para dar valor al texto. Pero saber, además, que la venenosa relación madre-hija de la novela o la implacable formación artística de la protagonista tienen rasgos muy cercanos a la propia biografía de la autora, añade otro componente de asombro, y aun de horror, al relato.

    Si olvidamos esto último, e incluso aunque no lo hagamos, La pianista es ante todo el relato de una impiedad. Centrada en la tortuosa y lacerada personalidad de la protagonista, esa intimidad es tan perversa y repulsiva, tan enfermiza y masoquista, que el lector no puede dejar de plantearse una y otra vez cómo ha llegado Erika Kohut, la pianista, a albergar en su interior tal infierno. Y ese es el crimen de la madre, auténtica responsable de la inflexible y devastadora educación con la que ha destrozado a su propia hija. La madre, a lo largo de toda la novela, es un enemigo emboscado. Aparece una y otra vez en la penumbra hostil de la casa, acechando a su hija, pendiente de cada una de sus salidas y de sus movimientos, como ha venido haciendo desde su infancia. La relación entre estas dos mujeres es turbia, violenta y degradante. Se ha establecido con los años un vínculo de unión asfixiante entre ellas que impide el desarrollo natural de ambas personalidades. La madre ha entregado toda su vida al éxito profesional de su hija y no hay nada, ni su marido, que le anime a pensar en su propia vida. Mantiene una existencia parásita, consagrada a su propio fracaso como madre. Erika a su vez, que ha dependido desde niña de ella, que no ha conocido nunca otra existencia, ya no sabe tampoco prescindir de ella, por mucho que la odie. En el mundo oscuro y desesperado en el que Erika vive, el negro amor de su madre en lo único auténtico que le queda, la última tabla a la que agarrarse, por más que se hunda con ella.

    Y luego está el piano. Jelinek podría habernos presentado la tortura moral y sicológica de su protagonista vinculándola a muchos otros ambientes igual de cerrados y exigentes -la aristocracia, la empresa, el deporte...-, donde el éxito y la primacía son premios que se consiguen al más alto precio. Por eso no es irrelevante que la autora haya elegido un ámbito profesional especialmente prestigiado de nuestra cultura: la música clásica. El dolor, la insatisfacción, la tortura educativa, la hipocresía y la violencia aparecen de este modo vinculados a algunos de los nombres más excelsos de la creación artística europea: Bach, Mozart, Chopin, Brahms… y a uno de los ambientes de mayor prestigio social en Europa, la formación musical profesionalizada. De este modo, Jelinek, ella también alumna de conservatorio, rompe una especie de tabú sólidamente asentado en la historia de nuestra cultura, que vincula a los grandes creadores e intérpretes con lo más noble y respetable de nuestra forma de ser. El contraste entre la personalidad de la protagonista y la música que interpreta, entre la frustración que le lleva a torturar a sus alumnos y la profesión que desempeña, entre la cruel educación recibida y la espectacular grandeza para la que la ha recibido, pone en cuestión no solo al personaje sino todo el contexto social en el que su actividad artística se realiza. Al leer la novela acabamos pensando que ningún concierto de Bach merece que a Erika se la haya tratado de esa manera o que ella trate de esa manera a quienes la rodean.

    Elfriede Jelinek conocía bien los sufrimientos personales y familiares de Erika Kohut. Su padre, ninguneado por una esposa dominante, había acabado en un hospital siquiátrico. Ella misma, bajo la autoridad incontestable de su madre, había tenido que permanecer años enteros en casa estudiando piano y otros instrumentos, aprendiendo francés y otras lenguas, preparándose para ser una mujer de éxito en el elitista mundo de la cultura. Sin embargo, a ella la literatura acabó ofreciéndole un futuro creativo y personal debemos creer que más humano que el de Erika. Su madre tal vez llegara a considerar, sin embargo, que el Nobel se lo debía a ella. [E. G.]