NOBEL: UNA PUERTA GIRATORIA A LA INMORTALIDAD
Desde hace 120 años los premios instituidos de acuerdo con el legado testamentario de Alfred Nobel no han dejado de aumentar su prestigio. De hecho en la actualidad, incluso para aquellas disciplinas intelectuales que el químico sueco pasó por alto, como las Matemáticas o la Arquitectura, los reconocimientos de mayor prestigio consolidados a lo largo del siglo XX -la medalla Fields en el primer caso, el Premio Pritzker en el segundo- son considerados “el Nobel de...”, reconociendo esta preeminencia absoluta.
Eminente científico, en el campo de la creación artística Alfred Nobel solo incluyó el premio literario. Desde 1901 hasta hoy, el Nobel de Literatura ha sido entregado anualmente en 112 ocasiones, excepto en 1914 y 1918, durante la I Guerra Mundial, y de 1940 a 1943, durante la Segunda. Fue declarado desierto en una ocasión -1935- y en cuatro -1904, 17, 66 y 74- concedido ex aequo a sendas parejas de escritores. Por último, hace dos años, en 2018, problemas internos dentro de la Academia Sueca hicieron que, de entre todos los Nobel, el de Literatura no fuera concedido, por lo que al año siguiente se concedieron dos, el de ese año y el del anterior.
El repaso general al listado del Premio Nobel de Literatura -de los Premios Nobel en general- permite reproches típicos de nuestros días: eurocentrismo, machismo, elitismo, colonialismo… Con todo, pocas críticas habrá más banales que denunciar estas obviedades: en efecto, la gente del siglo XX aplicaba criterios propios del siglo XX. No de otra manera actuamos nosotros empeñándonos en juzgar la Historia de acuerdo con nuestros prejuicios obsesivos del siglo XXI. Por este camino poco avanzaremos.
Mucho más interesante resulta valorar este listado de más de cien escritores, seleccionados uno a uno durante décadas como los más importantes de su tiempo, desde la perspectiva que nos da precisamente la centuria transcurrida. Podemos reconocer, por ejemplo, grandes ausencias: no hay ningún representante de la Vanguardia -Marinetti, Maiakovski o Tzara...-, faltan el teatro de Brecht, la lírica de Cernuda, el ensayo de Cioran, grandes escritoras como Woolf y, sobre todo, Yourcenar, e incluso varios de los grandes creadores incontestables del siglo XX: Proust, Joyce, Pound, Borges, Rulfo…
De todos modos, el reproche por estas ausencias no debería separarse del elogio por elecciones irreprochables. En la lista del Nobel de Literatura figura la mayoría de los mejores escritores del siglo XX, cuya obra nunca ha sido puesta en cuestión y que vienen siendo reconocidos mundialmente como referentes creativos hasta la actualidad: Brodsky, Neruda, Camus, Pirandello, Faulkner, Hamsun, Kipling, Tagore, Vargas Llosa, Coetzee, Mann, Juan Ramón… Son ellos los que han dado su prestigio al listado.
Sin embargo, lo que nos interesa resaltar en este artículo es la presencia, muy amplia también, de nombres que en la actualidad parecen rebuscados en un remoto callejero de provincias. ¿Quiénes fueron, qué hacen en esta nómina de grandes escritores, R. Chr. Eucken, K. A. Gjellerup, W. Reymont, P. S. Buck, Sh. Y. Agnon, J. de Echegaray, G. Carducci, R. Martin du Gard y tantos escandinavos: E. A. Karlfeldt, J. V. Jensen, V. von Heidenstam, H. Pontoppidan… La presencia de estos últimos resulta comprensible: heredera de una época en la que todavía Suecia y Noruega formaban un solo estado, la Academia Sueca, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, mostró una previsible inclinación regionalista. Así, en las veinte primeras concesiones seis de los premiados fueron escandinavos, dos noruegos, dos suecos y dos daneses. De ellos hoy solo reconocemos a una figura de talla mundial -Knut Hamsun, 1920- y a dos creadores menores, Bjørnstjerne Bjørnson, de 1903, y Selma Lagerlöf, de 1909.
En cuanto a los primeros, la presencia de nombres tan desconocidos hoy compartiendo méritos con los más grandes, nos enfrenta a una interesante reflexión acerca de los límites de la inmortalidad literaria. Pese a algún caso en el que nadie creerá que la Academia tuviera en cuenta realmente los valores artísticos -el Nobel de 1953 de Churchill, por ejemplo-, como norma general pensamos que la distinción que se concedió en 1915 a Romain Rolland estaba tan sólidamente fundamentada como la que se había concedido en 1913 a Rabindranath Tagore. ¿Cómo debemos entender que cien años después la memoria literaria del francés sea nula mientras que la del hindú ha crecido hasta hacer de él una figura indiscutible de la literatura universal?
La lista del Premio Nobel de Literatura nos habla de la enorme dificultad para valorar de una manera objetiva los méritos artísticos. Incluso actuando con la mejor voluntad, la apreciación de conceptos tan lábiles como la creatividad, la originalidad, la trascendencia o la representatividad se concreta en múltiples acercamientos subjetivos, condicionados en todo momento por cuestiones laterales y en teoría menores como el prestigio académico, la importancia de la lengua, el éxito popular, la procedencia nacional o las influencias exteriores. Por eso un gran premio literario como el Nobel resulta ser con frecuencia una puerta giratoria hacia la inmortalidad. Recibirlo supone siempre quedar consagrado como uno de los grandes, como un grande entre los grandes. Apenas se podría mencionar un nombre, por ejemplo, entre los 17 Nobel de este nuevo siglo, que no acumule méritos para recibirlo. Sin embargo, ese acceso a la inmortalidad tiene también un largo camino de vuelta. ¿Podemos asegurar que la obra de todos ellos -de Le Clézio, de Müller, de Naipaul, de Mo Yan, de Tokarczuk...- seguirá siendo leída, recordada, tenida en cuenta, valorada, seguida dentro solo de un par de décadas? ¿O, por el contrario, el tiempo pasará sobre ellas como sobre la de tantos otros ilustres desconocidos de la primera mitad de la lista? Por más que uno ame la literatura, por más que haya leído y crea adivinar a un gran escritor en sus páginas, lo único sensato es reconocer las limitaciones de nuestro criterio y la interferencia inevitable de condicionamientos extraliterarios. [E. G.]