QUIRKE: ANGUSTIA Y MUERTE EN EL DUBLÍN DE LOS 50

Benjamín Black: Órdenes sagradas, Alfaguara, Barcelona, 2014.        

I: QUIRKE

    Como sucede en las obras que John Banville escribe con su propio nombre -Antigua luz, El mar,...- o en las novelas rurales de Edna O’Brien, también la memoria de Benjamin Black retrotrae la acción de sus relatos policiacos a la Irlanda, en este caso dublinesa, de los años 50. E igual que en los otros casos, el relato resulta extraño, nebuloso, casi fantasmal, en un mundo sin móviles, sin televisión, si apenas tráfico, donde está ausente toda referencia a un modelo de sociedad reconocible y, sin embargo, las relaciones humanas, la tensión del crimen, la inestabilidad del protagonista y la miseria moral de Irlanda parecen aludir a nuestra realidad más actual. Se nos habla de la pederastia de los clérigos católicos, de la férrea inmunidad de los poderosos, de marginados resistentes y mujeres reprimidas y, solidarios con esas realidades, echamos de menos en estas novelas los grupos organizados con sus pancartas, las manifestaciones feministas frente al parlamento o el retrato, al menos, de una juventud airada contra el poder. Pero no hay nada de esto porque no son novelas del siglo XXI, ni siquiera de los años 70, sino de una Irlanda añeja, cercana al tópico provinciano y alcohólico de O’Casey y de Joyce, y, con todo, extrañamente, de una modernidad atípica.

    Nada hay, sin embargo, que parezca especialmente llamativo en esa Irlanda y en esa época, para que haya sido escogidos con tanta fidelidad por Banville. Ni siquiera su cercanía a los clásicos de la novela negra norteamericana parece justificarlo en el caso de su heterónimo Benjamin Black pues, aunque éste demostró con La rubia de los ojos negros que dominaba con maestría el género, las novelas del doctor Quirke, médico forense del hospital de la Sagrada Familia de Dublín, poco tienen que ver con las de Hammett o Chandler. Quirke, pese a no ser un investigador profesional, tiene más que ver con los policías típicos de la novela negra nórdica actual. Comparte con polis desubicados como Erlendur Sveinsson, Wallander, Adamsberg e incluso Hole, su incapacidad para mantener relaciones personales mínimamente satisfactorias, los oscuros secretos y traumas de su pasado y el rígido sentido de las obligaciones morales frente al crimen. Quirke, criado en el duro orfelinato de Carrycklea, adoptado después por el juez Griffin, del que reniega, de complicadas relaciones no solo con todas las mujeres a las que ama sino incluso con su propia hija, Phoebe, a la que fue incapaz de criar, se ve impulsado una y otra vez a esclarecer las sucias tramas que se entretejen detrás de los cadáveres que llegan a su mesa de forense.

    Como es lógico, uno de los elementos más originales y sin embargo previsible en estas novelas es el lamentable papel que desempeña la Iglesia católica de Irlanda. El peso de la religión en la República, como elemento fundador que fue, pero sobre todo la intervención poderosa de sus miembros más influyentes a la hora de ocultar sus miserias y conservar sus privilegios se hallan tras varias de las investigaciones más difíciles de Quirke. Es todo un acierto de la serie la forma en que estas tramas conectan, a 60 años de distancia, con la realidad más actual del Catolicismo, y no solo en Irlanda.

    Pero a diferencia de los comisarios a los que he mencionado antes, Quirke no tiene detrás al cuerpo de la policía irlandesa. Sus esfuerzos por resolver los crímenes son casi individualistas, sin otro apoyo que el del inspector Hackett, quien a su vez ha de sortear con frecuencia las trabas que le pone su propia condición de funcionario público. Un Hackett, por otra parte, que aparece en la serie como una especie de Lestrade redimido, que trabaja de igual a igual con el patólogo detective. En consonancia con esta lucha menor y ensordecida contra el orden establecido, los éxitos de Quirke apenas tienen relevancia o notoriedad alguna. Así, Quirke, este protagonista que carece incluso de nombre de pila, permanece en la soledad de su piso y de su despacho, a solas con sus demonios familiares y su lucha contra el alcoholismo, incapaz de establecer esas relaciones normales que en el fondo envidia e, igualmente, de mirar para otro lado cada vez que ese mundo en el que no vive le envía para que lo diseccione otro muerto que no debería estarlo.

 

II: ÓRDENES SAGRADAS

    Se comienza la lectura de una novela policiaca con lógicas previsiones obvias, que casi resulta ridículo enunciar: la solución al enigma vendrá de la lucidez del protagonista, que resolverá el misterio entregando al criminal a la justicia o, en todo caso, el asesino pagará, incluso con su vida, el crimen… Hay, por supuesto, variantes, como que el investigador deje escapar al asesino -Asesinato en el Orient Express- o que este lleve décadas muerto -Étranges rivages-, pero entendemos estos casos como juegos de manos del escritor, demostraciones de su maestría, que no van contra la norma del género sino que, indirectamente, la reconocen.

    Órdenes sagradas, y en general las novelas de Benjamin Black protagonizadas por Quirke proceden, sin embargo, de otro modo. El misterio que rodea al crimen se esclarece, desde luego, pero es bien poco lo que ha de agradecerse a la sagacidad del forense. Es más, su actividad investigadora se ve limitada por repentinas alucinaciones que, si en otros casos hubieran servido para activar el argumento, aquí no son otra cosa que eso, visiones que ponen en entredicho la estabilidad mental del protagonista. Por si fuera poco, el asesino escapa impune, la “justicia” elude a los investigadores, los “malos” imponen sus normas y nadie, ni los propios protagonistas ni lector alguno, tiene la sensación de que “se ha cerrado el caso” o de que Hackett y Quirke hayan “resuelto” nada.

    No es extraño, por lo tanto, que los lectores de Órdenes sagradas, y de Benjamin Black en general, tengan la sensación de que estas novelas no son “policiacas” y, a la inversa, que lectores a los que no atrae especialmente el noir sean atrapados por su estilo. En nuestra opinión, su heterónimo Black, no le sirve a John Banville tanto para escribir novela negra como para explorar, desde otro punto de vista, esa misma Irlanda cerrada, neurótica y detenida en el tiempo por la que también se mueven, eso sí de forma muy distinta, los protagonistas de las obras que firma con su verdadero nombre. En muchas de ellas, ancianos reflexivos rememoran con detalle momentos cruciales de su juventud impermeabilizados contra el tiempo. Aquí, el protagonista al menos se mueve buscando respuestas, el argumento devana el ovillo de la investigación, aparece Phobe, en una acción paralela desintoxicante, y está también el propio Hackett, que actúa en una realidad objetiva, en un mundo mucho más cercano a la novela negra que el angustiado Quirke.

    Pero esto último es accesorio en el libro y el amante del género lo detecta enseguida. Al autor no le interesa el crimen, simplemente lo necesita y la investigación subsiguiente, la tolera. Quién golpeó hasta la muerte a Jimmy Minor y por qué es lo de menos. Lo importante es la trémula relación de Phoebe con Sally, el desmoronamiento del protagonista, el cuadro de costumbres de los tinkers, el sombrío telón de fondo de la Iglesia católica… En este sentido, una obra como Órdenes sagradas puede ser considerada una novela negra decepcionante desde el punto de vista de las previsiones del género o, por el contrario, un hallazgo atractivo en los márgenes, que enriquece sus posibilidades. Para quien esto escribe, su lectura, inesperada y desconcertante, sirvió de puerta de entrada a un mundo literario, la narrativa irlandesa actual, de una calidad incontestable. [E. G.]