24/VI/16: EUROPA, EUROPA, EUROPA

 

    1.- UNA ÚLTIMA OPORTUNIDAD: Los ingleses han tomado su decisión. ¿Tomaremos nosotros la nuestra? ¿Dejaremos escapar esta acaso última oportunidad? Inglaterra ha sido, durante cuarenta años, la rémora de Europa. La convicción de Margaret Thatcher y de los conservadores británicos de que Europa no debía ir más allá de una prestigiosa agrupación comercial, donde poder colocar sus lavadoras, lastró la voluntad de progreso real que animaba a los grandes líderes europeístas de los años 90, limitando el horizonte de sus reformas y retrasando el avance hacia la integración. Las terribles consecuencias de esas limitaciones, aceptadas en aquel momento con impotencia, se han ido revelando funestas durante esta década: la incapacidad de reacción coordinada de las instituciones comunitarias, la desfachatez y el cinismo de los nuevos gobernantes nacionales, la falta de mecanismos comunes para afrontar problemas supraestatales, la ausencia de solidaridad, de empatía, incluso de aprecio entre los propios europeos... Y lo peor está por llegar: antes de que Inglaterra acabe de irse, se plantearán exigencias similares en lugares mucho más sensibles y trascendentales para Europa, como Francia, Austria y, sobre todo, los Países Bajos. De hecho, el triunfo del no a Europa en los Países Bajos en un referendum como el de ayer supondría la disolución definitiva de la Unión Europea.

    Ante esto, Europa debe reaccionar de inmediato, aprovechando precisamente la marcha de Inglaterra. Antes de que los partidos nacionalistas puedan reafirmarse, Europa ha de dar pasos rápidos y decididos hacia su unidad política. Es imprescindible que quienes consideramos que una Europa unida es el futuro que queremos para nuestros hijos, demostremos estar dispuestos, más aún que ellos, a defender nuestras ilusiones. Porque, no nos engañemos: la indiferencia ha sido el peor enemigo de Europa en estos veinte últimos años. Dejamos pasar la magnífica oportunidad de la Constitución Europea y nos conformamos con los limitados progresos del Tratado de Lisboa como si las concesiones al Reino Unido fueran irrelevantes, como si el futuro de la Unión no pudiera cuestionarse. Y hoy nos encontramos con que una parte importante de la población europea no solo no se siente identificada con el proyecto europeo sino que está dispuesta a aceptar que los viejos mitos nacionalistas del siglo XIX le pueden brindar una mayor seguridad ante el amenazador futuro que se presenta. La mediocridad y la hipocresía de la política europea de nuestros gobernantes nacionales han convertido la idea de Europa en un horizonte plano, lejano e irrelevante; un espejismo al que no importa renunciar.

    Tenemos una última oportunidad. Si la salida de Inglaterra no sirve para que al menos los que amamos Europa decidamos reaccionar, el agujero que se abrió ayer en el Támesis será el desagüe por donde se nos llevará a todos la Historia.

 

    2.- CONSTRUIR DEMOCRÁTICAMENTE EUROPA: La Unión Europea no puede sobrevivir sin reformarse y las reformas que necesita son bien conocidas por todos los europeístas: más unidad, más democracia y menos soberanismo. Quienes han criticado el referendum británico parecen desconocer la norma más elemental de la democracia: las decisiones las toman los ciudadanos. Los ingleses han decidido abandonar la Unión Europea y nada hay que decir al respecto. ¿Cuándo se nos consultará del mismo modo a los europeos para que tomemos nuestras propias decisiones? En la situación actual, ni tan siquiera podemos elegir al presidente de nuestro gobierno, aberración única entre todas las democracias del mundo. Incluso en una democracia tan limitada como la de Putin, los ciudadanos rusos tienen el derecho de votar directamente a su presidente. Aquí, el presidente de Europa –que ni siquiera es el “presidente de Europa”- ha de ser propuesto por los jefes de gobierno de los países antes de ser votado por el Parlamento, como si al Presidente de los EE.UU. lo tuvieran que proponer los gobernadores de los estados en vez del voto de los propios estadounidenses. No recuerdo tampoco ninguna otra democracia del mundo donde los “ministros” se elijan de acuerdo con una serie de cuotas representativas de las regiones que han votado. En realidad, sí se me ocurre un ejemplo parecido: Iraq, donde el gobierno respeta determinadas cuotas de sunníes y chiíes. Tal vez estemos, pues, a la altura democrática de Iraq.

    Por otra parte, la forma en que se ha tratado a países como Grecia e Irlanda durante la crisis económica ha sido más propia de una banda de mafiosos mal avenidos que de una unión política. Todos los gobernantes europeos parecen haberse puesto de acuerdo para culpar a la Unión de las decisiones dolorosas que debían tomar en sus países y en cambio apropiarse de la recuperación económica que el apoyo de Europa les ha facilitado. Y por último, hemos tenido que soportar la ignominia del drama de los refugiados. No recuerdo ni una sola intervención de un político europeo que no haya planteado el tema de una forma demagógica, desde el irresponsable buenismo de Angela Merkel -probablemente la principal culpable del resultado del referendum británico-, hasta el fanatismo xenófobo del primer ministro húngaro, de cuyo nombre me niego a acordarme. Nadie ha sido capaz de acallar a los hipócritas y populistas dirigentes nacionales, de decirles que no era asunto que pudieran abordar por separado y de exigir la renuncia inmediata a la soberanía sobre las fronteras exteriores y la creación de una política de asilo común que, por supuesto, un año después del inicio de la crisis no solo sigue siendo inexistente sino que nadie ha propuesto en serio que llegue a existir alguna vez.

 

    3.- UNA CULTURA EUROPEA COMÚN: Y si todo esto parece utópico, ¿qué esperar de lo verdaderamente importante, el reconocimiento y la potenciación de una cultura europea común? Como ya tuve ocasión de comentar en un artículo anterior, la renuncia a avanzar en esta línea ha sido el mayor error cometido por la Unión Europea desde su fundación. Ahora sabemos, además, que puede convertirse en la principal causa de la propia desaparición del proyecto europeo. Quienes han votado en Inglaterra por la salida de la Unión no han valorado en primer lugar las implicaciones económicas de su pertenencia a Europa sino sus convicciones ideológicas más personales. Siempre sucede así en las cuestiones importantes; por eso era tan evidente que Cameron iba a perder el referendum. Los jóvenes, criados en la Unión, son europeístas pero todas las personas educadas en la idea del Imperio, nostálgicas de lo que Inglaterra fue, convencidas por decenios de exposición nacionalista de la superioridad de Gran Bretaña, han votado por el aislamiento como forma de supervivencia. Aunque pierdan dinero, aunque pierdan a Escocia, aunque pierdan su derecho a la sanidad malagueña... En la campiña inglesa de Wessex, en las ciudades golpeadas por la crisis del norte de Inglaterra, entre los jubilados de Lincolnshire, era imposible que nadie confiara su incierto futuro a una Europa de la que no han oído decir nada bueno en los últimos cuarenta años. De hecho, los políticos como Cameron, que les pedían su voto para la permanencia, son los mismos que llevan décadas diciéndole que Europa no es más que un montón de desarrapados que sobrevive sangrando al león británico. ¿Quién votaría por que eso siguiera así? ¿Quién puede reprocharles que decidan irse? Es más, cuando los holandeses tengan que depositar su voto, ¿se les habrá propuesto algo diferente?

    Tal vez sea ya muy tarde para diseñar una auténtica Europa, que, desde luego, habrá asumido su unidad cultural o no existirá. Si se conforma con ser una institución comercial, Europa, como cualquier comercio, tendrá su persiana levantada mientras la economía vaya bien pero cerrará en cuanto la economía entre en crisis. Si se quiere que Europa sobreviva como una institución política importante, capaz de relacionarse de igual a igual con los grandes estados del mundo y hacer oír su voz en las cuestiones importantes para todos, sobre todo para nosotros mismos, Europa debe forjarse una armadura social equiparable a la que ellos tienen y esto exige que todos los europeos lleguen a sertirse miembros orgullosos de una comunidad política, administrativa y, sobre todo, cultural. Tal vez hoy esto parezca un proyecto utópico; en cualquier caso, es el único proyecto común posible. Si fracasamos, y estamos a punto de hacerlo, no nos quedarán más que nuestras pequeñas, patéticas e irrelevantes nacionalidades: un ridículo puzle de diminutos países sin futuro aventados por los huracanes de la Historia. [E. G.]