EUROPA MODERNA COMO COMUNIDAD CIENTÍFICA

    El desarrollo de Europa como sujeto intelectual, es decir, como una colectividad a través de la cual la difusión del conocimiento científico fluye de forma libre y solidaria, procede de la Edad Media Central y remite a la creación de las primeras universidades. Todas ellas, a lo largo de varios siglos, fueron promovidas y supervisadas por el Papado, con un profesorado vinculado a órdenes religiosas, como los dominicos o los franciscanos, de implantación general en todo el continente. Esto hizo que desde el siglo XIII se difundiera por Europa en una única lengua de cultura, el latín, un saber colectivo homogéneo del que todos los intelectuales participaban y al que todos colaboraban con sus aportaciones.

    Sin embargo, en el siglo XVI a la decadencia general de la Universidad europea, provocada por el anquilosamiento del escolasticismo, se unió la fractura religiosa de la Reforma, que rompió ese continuo intelectual previo. Las universidades dejan de ser el modelo de referencia del progreso intelectual en Europa, superadas por otros focos, más modernos y cada vez más pujantes, igualmente globales. De este modo, en los albores de la ciencia moderna, la “comunidad científica” europea va a desarrollarse de una forma mucho menos institucionalizada, tomando como partida, sobre todo, las relaciones personales y los intereses particulares de los propios científicos.

    Este proceso aparece ya en la primera mitad del siglo XVI con dos ejemplos significativos: Copérnico y Vesalio. En los dos casos la formación inicial del científico comienza en la universidad (en Cracovia y Bolonia el polaco, en París y Lovaina el flamenco) pero a la larga, sus investigaciones progresan al margen de ella. Copérnico ya había escrito su Comentariolus durante su segunda estancia en el norte de Italia pero el desarrollo completo del De revolutionibus lo llevará a cabo en su “retiro” de Warmia, en el Vístula, alejado de cualquier centro intelectual de prestigio. Vesalio, aunque comenzó su carrera profesional en la Universidad de Padua, no dudó en abandonar su puesto de profesor para continuar sus investigaciones anatómicas sobre el cuerpo humano en la corte de Felipe II. En ambos casos, hay que destacar también el papel de la imprenta de la época para ofrecer el trabajo de estos investigadores al resto de los científicos europeos. La obra de Copérnico logró difundirse gracias a la intervención de otros colegas suyos como Georg Rheticus, austriaco, y Johannes Schöner, alemán, interesados por las nuevas teorías heliocentristas. Vesalio, a su vez, representa uno de los primeros ejemplos en los que, gracias al poder de la imprenta, su principal obra, De humani corporis fabrica, se incorpora de inmediato a los canales tradicionales del conocimiento. Este mismo camino van a discurrir algunos años después las aportaciones trascendentales en el campo de la astronomía de Tycho Brahe y de Johannes Kepler, nacidas en el entorno áulico de la corte danesa o imperial.

    De todos modos, la Universidad europea, pese a su decadencia y desprestigio, seguía teniendo un papel muy importante en la difusión del conocimiento científico en la Europa de las guerras de religión. Será la polémica en torno a Galileo lo que revele definitivamente las enormes limitaciones de una institución tan jerarquizada ante los rápidos e inmensos cambios que estaban produciendo.

    Galileo fue durante toda su vida y sobre todo un profesor universitario. Su formación se llevó a cabo en la Universidad de Pisa y durante décadas trabajó para la de Padua antes de regresar a su alma máter. Fue en esas universidades donde efectuó sus principales investigaciones y desarrolló y publicó sus teorías científicas. Sin embargo, sus estudios sobre los cuerpos planetarios y su apuesta por el heliocentrismo de Copérnico lo llevaron a enfrentarse a la Inquisición romana, que le obligó al final de su vida a abandonar su cátedra universitaria. De este modo, su fructífero retiro forzoso a partir de 1634 puede considerarse simbólicamente el inicio de la comunidad científica moderna tal y como hoy la conocemos. Galileo siguió difundiendo sus ideas pese a la censura: sus Discursos sobre dos nuevas ciencias fueron publicados en 1636 por sus discípulos, a pesar de todas las dificultades, en Lovaina, Flandes, desde donde se difundieron por toda Europa. Asistimos a la creación de una red de transferencia del conocimiento científico que, al margen de las universidades y de cualquier otro poder establecido, se basa en la relación directa entre científicos que aprecian, comprenden y se sirven de esos conocimientos en cualquier punto del continente con independencia de la religión, el poder político o administrativo, la lengua o la condición social que tengan.

    Esta red de intelectuales que comparten de forma solidaria una misma forma de investigar e interpretar la realidad va a ser uno de los principales nexos de unión cultural de una Europa cada vez más parcelada y enfrentada desde el punto de vista político, y van a ser los propios científicos quienes creen sus vías de difusión de la nueva ciencia, con un papel especial para las academias y las revistas científicas.

    Ya Galileo había mostrado sus investigaciones en la Academia dei Lincei de Roma, un proyecto personal de Federico Cesi, que contaba con el negativo precedente de la Academia de della Porta, que la Inquisición había prohibido en Nápoles. Por ello, a la muerte de Cesi su Academia cerró sin llegar a establecer vínculos exteriores. Y lo mismo sucederá a mediados de siglo con la Academia del Cimento de Florencia. Habrá que esperar a la fundación de la Royal Society inglesa (1660) y de la Academia de las Ciencias francesa (1666) para que estos polos de desarrollo de la ciencia moderna se consoliden definitivamente y permitan, a su vez, la creación de una red de intercambios intelectuales fluidos mediante la publicación de las correspondientes revistas científicas, el Journal des Savants francés, de 1665, y las Philosophical Transactions de la Royal Society, de 1666. 

    Un vistazo a las primeras publicaciones de estas revistas nos muestra claramente hasta qué punto la interrelación entre los distintos grupos de investigadores es una característica común y esencial de este nuevo modelo cultural desde el principio. El primer número del Journal, de 1666, publica en francés una reseña del tratado latino Cerebri Anatome publicado en Londres en 1664 por Thomas Willis, uno de los fundadores de la Royal Society. A su vez, el primer volumen de las Transactions, de ese mismo año, publica, por ejemplo, las Considerations of Monsieur Auzout upon Mr. Hook's New Instrument for Grinding of Optick-Glasses, pp. 57-63, planteando un debate entre dos cosmógrafos, francés el uno e inglés el otro, acerca de unas observaciones telescópicas que involucrarán igualmente a Johannes Hevelius, polaco, Giovanni Campani, romano, y Christopher Huygens, holandés, observaciones que, por otra parte, habían sido objeto de elogio y reflexión también en el primer tomo del Journal

    Esta interacción personal constante entre investigadores de toda Europa puestos en contacto por un medio de comunicación independiente y compartido va a convertirse a partir de este momento en el más original de los recursos intelectuales para el desarrollo de la ciencia y de la cultura en nuestra sociedad. [E. G.]