REBANADAS DE PAN CON ACEITE DE OLIVA

 

    Me gusta desayunar tostadas con aceite. El pan suele ser de harina de trigo; el aceite, por supuesto, de oliva virgen extra. He oído que un desayuno así aporta al organismo carbohidratos, el pan, y grasas insaturadas, el aceite, de la mejor calidad. Bien. Pero me agrada, sobre todo, el olor del pan tostado de buena mañana, el hilo verdebrillante del aceite fluyendo y su sabor espeso y levemente amargo. Por otra parte, el pan con aceite es también uno de los alimentos más típicos de la dieta mediterránea y me gusta pensar que lo comparto en la distancia con los exploradores españoles que crearon América y, antes aún, con los soldados romanos que civilizaron Europa. Pan y aceite: dos palabras sagradas de nuestra cultura que bien merecen una mínima excursión filológica.
    “Pan” y “aceite” permiten estudiar, a través de su larga vida y de sus múltiples avatares, varios aspectos relevantes de la historia de las lenguas y de sus hablantes en nuestro continente. La primera ofrece una rica variedad de formas que remiten a la peculiar distribución geográfica de las diversas familias lingüísticas europeas. La segunda, en cambio, casi unánime, nos habla de un fenómeno esencial de la historia cultural de Europa. Comencemos.
    Escrita toda en castellano, en esta web utilizo la palabra “pan” para referirme a ese alimento de primera necesidad hecho de una masa de harina de cereal horneada. Es lo que se conoce en otras lenguas con términos, siempre populares, como “pain” en francés, “brot” en alemán, “chleb” en polaco o “leipä” en finés.  Como ya se ha dicho, la distribución de las variantes léxicas de la palabra “pan” por toda Europa se corresponde de forma muy ajustada con las diferentes familias lingüísticas del continente. “Pan” proviene de la palabra “panis” latina y está hermanada, pues, con el “pane” italiano, el “pão” portugués o el “paine” rumano. De la misma manera, en el ámbito de las lenguas germánicas, el mencionado “brot” alemán equivale al “bread” inglés, el “brød”  danés  y hasta el “brauð” de Islandia, y el término polaco al “chléb” checo o el “хлеб” ruso en las lenguas eslavas.
    Una primera conclusión obvia y relevante que se puede extraer de los datos anteriores es que en todos los casos cada familia lingüística hizo uso de un término diferente, ninguno de ellos relacionados entre sí. Y todavía insisten en este proceso otros vocablos independientes, sean también indoeuropeos como el irlandés “arán” y el griego “ψωμί” o no, como el vasco “ogi” y el húngaro “kenyér”. Nos movemos en un ámbito lingüístico en el que la distribución léxica de una palabra de uso cotidiano nos indica la ausencia de influencias culturales. Desarrollos autónomos de un término ya bien asentado en la comunidad arcaica dieron origen a cada una de las palabras modernas.
    Pese a todo, en algún caso podemos seguir la pista de los cambios culturales que explican la selección de ciertos términos. Es el caso de la pareja “brot” germánica / “chleb” eslava, indoeuropeas ambas y cercanas geográficamente. Entre sí no tienen relación, hemos dicho, pero sí la hay entre la segunda de ellas y otra palabra germánica, la inglesa “loaf”, que tiene el significado, más concreto, de “barra [de pan]”, con sus correspondientes, también germánicos, “laib” alemán o “leiv” noruego. En todos los casos, este segundo término hace referencia más a la forma del alimento que a su contenido, por lo que se utiliza también, sobre todo en alemán, para otros productos elaborados con moldeados similares, como el queso. Pues bien, todos estos vocablos remiten a un lexema protogermánico que los filólogos reconstruyen como *hlaibaz y que en lengua gótica, con la forma “hlaifs”, significa, en efecto, “pan”. Y este primitivo *hlaibaz, de procedencia desconocida, está, a su vez, en el origen tanto del protoeslavo *xlĕbъ, con sus desarrollos eslavos modernos, como de la palabra finesa “laipä”. Ahora bien, si los antiguos germanos tenían ya en su vocabulario un término, tan bien asentado como para que otros pueblos de la zona lo adoptaran, para referirse a esa masa de cereales horneada con la que se alimentaban, ¿por qué lo abandonaron por otro? Responder a esta pregunta nos obliga a interesarnos por la etimología de la palabra “brot”. Todos los vocablos germánicos que designan el pan remiten a otro protogermánico *braudą y este a su vez a otro, aún anterior, protoindoeuropeo *bhrew. Y ambos tienen que ver con la idea de “fermentar” -latinismo también con ese étimo *bhrew-, es decir, con el esponjamiento de esa masa de cereales, a la que se le ha añadido levadura, dentro del horno. Es decir, los antiguos germanos, que ya conocían el pan sin levadura, al que llamaban *hlaibaz, aprendieron una nueva forma de prepararlo, que se impuso con el nombre de “[pan] con levadura, fermentado”, *braudą, de modo que la palabra antigua se reutilizó para aludir a la forma de la masa. Para entonces, eslavos y fineses ya habían adoptado la forma germana antigua sin que, a lo largo de una evolución secular y autónoma, hayan sentido nunca la necesidad de cambiarla.
    En resumen, el pan ha sido en toda Europa un producto de consumo tan cotidiano desde la Antigüedad que cada grupo lingüístico originario ha contado con sus propias palabras para referirse a él sin que haya habido apenas, al menos en los últimos dos mil años, influencias culturales significativas al respecto. Situación muy distinta, desde luego, a la del aceite.
    Frente a la variedad de posibilidades y la ordenada distribución de estas, en el caso anterior, hallamos una casi total uniformidad en cuanto al término que designa al “zumo” de la aceituna, con un inmenso abanico de variantes que remiten a un único étimo original, la palabra “oleum” latina. En el ámbito románico, tenemos, por ejemplo, el “olio” italiano, el “ulei” rumano, el “òli” provenzal o el “huile” francés, con esa pintoresca “h-” antietimológica sobre la que tendremos que volver algún día. Hasta aquí, lo esperable; pero es que también derivan de “oleum”, en el resto de las familias indoeuropeas, los germánicos “öle”, alemán, “oil” inglés, “olïe” danés...-, casi todos los eslavos -“oleje” polaco, “ulia” croata, “oлiя” ucraniano...- e incluso las palabras célticas -“eoul” bretona...- y bálticas, como la “aliejus” lituana... Y más aún, ya que “oleum” ha dejado derivados incluso en las escasas lenguas no indoeuropeas de Europa como el finés -“öliy”-, el húngaro -“olaj”- o el vasco -“olio”-. En realidad solo hay dos grandes excepciones: el ruso “macлo” y el castellano “aceite”, sobre las que habrá que volver, pero más adelante.
    Antes debemos ocuparnos de las razones que explican esta distribución tan homogénea. La respuesta, sencilla, nos habla del éxito global de un alimento regional. Hay muchos tipos de aceite pero el “aceite” por excelencia en Europa, ya lo hemos dicho, es el que se extrae de la oliva, el fruto del olivo. Este árbol históricamente ha tenido una distribución geográfica muy concreta: su hábitat natural ha sido durante milenios la cuenca mediterránea. El aceite, por lo tanto, ha sido, y sigue siendo, un producto típico de la cocina de esta zona y, en su momento, un alimento básico de los habitantes del Imperio Romano que, entre los siglos II a.C y V d.C., controló todo el Mare Nostrum. Hacia el norte, el Imperio se extendía hasta el Rin y el Danubio pero no había olivos, ni se producía aceite, más allá del paralelo que pasa por Clermont-Ferrand y Belgrado, así que, para todos los habitantes más allá de este riguroso límite ecológico, el “oleum” latino era un producto exótico e importado. Ninguna de las lenguas que allí se hablaban había tenido nunca una palabra propia para ese ingrediente culinario ajeno y todas -menos el ruso, como hemos dicho- adoptaron a su fonética la palabra extranjera. Así pues, hoy en día la presencia de aceite de oliva virgen extra en la carta de un restaurante de lujo de Manhattan habla de la amplia, exitosa y poderosísima influencia cultural que durante siglos ha ejercido la Europa Mediterránea sobre el resto del continente y del mundo.
    Pero hemos mencionado dos excepciones mayores, la rusa y la castellana, y algo habrá de decir sobre ellas. En la Rus medieval nunca hubo olivos y los rusos originarios no vivían en tierras en las que el olivo formara parte de la flora autóctona. ¿De donde viene, entonces, su palabra, que, por otra parte, difiere de casi todos los otros términos eslavos para referirse a este producto? La palabra rusa para “aceite”, “macлo”, tiene que ver con el concepto más amplio de “grasa”, pero sobre todo grasa de origen animal, como la manteca. De hecho, otras lenguas eslavas cuentan también con vocablos similares como “masło” en polaco o “maslac” en croata, que traducen la “mantequilla” castellana o el “butter” inglés. Podemos pensar, pues, que los rusos, los eslavos de hábitat y cultura más alejados de la cuenca mediterránea, han sido los menos influidos por el uso del aceite de oliva, hasta el punto de no considerar nunca necesaria una palabra específica para diferenciar esa grasa vegetal de la grasa animal que ellos han consumido siempre.
    El caso español, por último, es, precisamente, el contrario. España es, con diferencia, el mayor productor de aceite de oliva del mundo y, al mismo tiempo, uno de los países mediterráneos por excelencia y una región europea de cultura latina desde el siglo II a.C. Y, sin embargo, el castellano es el único gran idioma europeo que no utiliza para el aceite una palabra no ya latina sino ni siquiera indoeuropea. ¿Por qué?
    La palabra castellana “aceite”, que se corresponde con la del fruto del que se extrae, “aceituna”, pero no con la del árbol que la produce, “olivo”, es de origen árabe. Está compuesta, como muchas otras en el léxico hispano -”acequia”, “albañil”, “almíbar”...- por el artículo en su forma asimilada “az” y un lexema, “záit”, que es como se designa en Oriente Medio al zumo de la aceituna, por ejemplo en arameo, “zayta”. Por razones históricas obvias, la presencia de arabismos en el léxico popular castellano es amplia y significativa. No es de extrañar, pues, la mera existencia de la palabra “aceite”. Lo que debemos explicar es qué llevó a los habitantes de Castilla -en la propia península ibérica el portugués usa la palabra “olio” y el catalán “oli”- a dejar de lado el término latino, que hemos de imaginar usual al menos hasta el siglo VIII, y adoptar otro tan ajeno, siendo que el alimento era el mismo en el año 1000 que en el 700.
    Subrayado que se trata de un caso curioso, recogemos a continuación la también llamativa explicación que suele darse. Los musulmanes, en su mayoría del norte de África, que colonizaron la península a partir del siglo VIII, tenían incorporado a su dieta mediterránea el aceite de oliva, con su propia palabra para designarlo. Los cristianos que siguieron viviendo en Hispania, también. Sin embargo había una cuestión del ritual religioso de los cristianos que afectaba solo a uno de los usos que estos últimos hacían del aceite: su consagración sacramental. Y lo cierto es que, aunque los cristianos de los reinos de Castilla adoptaron la palabra árabe, “az-zayt”, para el uso alimenticio, nunca lo hicieron para el uso ritual, y ese tipo de aceite consagrado ha seguido llamándose hasta hoy “los santos óleos”. Se cree que la dificultad conceptual para vincular a una palabra musulmana un tecnicismo religioso del Cristianismo habría hecho que se restringiera el significado del término patrimonial latino al ámbito de lo sagrado, dejando el campo libre al extranjerismo semita para hacerse con el significado alimenticio común. Cosas de las lenguas. [E.G.]