UNA HERMOSA PALABRA MANCHADA DE SANGRE

 
Para Pepe Leciñena, tantos años ya tan lejos.            
 

    El 19 de junio de 1531 en la región germana de Suabia los habitantes de la ciudad libre de Ulm, que ese mismo año se habían adherido a la reforma protestante, asaltaron la catedral y destrozaron más de 50 retablos con los que a lo largo de los siglos la devoción de sus antepasados había ornado esa iglesia. La catedral estaba dedicada a Santa María (Münster Unserer Lieben Frau in Ulm) y bajo su advocación se hallaba también su gran retablo mayor de finales del siglo XV, decorado con tallas de madera del más famoso artista de la ciudad, el escultor Jörg Syrlin, el Viejo. Nada queda hoy del que debía de ser un impresionante ejemplo del arte de su tiempo. La razón por la que aquellos devotos de la Reforma se lanzaron con tanta violencia contra las tallas de los santos tenía que ver con los nuevos planteamientos teológicos que, desde el Zurich de Zwinglio y la destrucción de imágenes llevada allí en 1524, habían derivado en amplios episodios de iconoclasia por todo el sur del Imperio. Vemos, además, que en el caso de Ulm la furia reformista se dirigió de forma especial contra la devoción por la Virgen María, culto que, como vamos a ver a continuación, gozaba en la Iglesia Católica de un prestigio especial.

    Apenas cincuenta años después, en diciembre de 1585 y a más de 600 kilómetros de distancia de Ulm, tuvo lugar el conocido como Milagro de Empel. El día 7 de diciembre, en esa localidad de Brabante, en los Países Bajos, más de 3.000 soldados españoles del Tercio Viejo de Zamora se hallaban rodeados por la flota holandesa en un estrecho dique sobre el Mosa. Dispuestos a morir antes que rendirse, al cavar una trinchera hallaron una tabla pintada con la imagen de la Inmaculada, lo cual fue tenido por una señal divina, ya que al día siguiente se celebraba esa festividad de la Virgen. Esa misma noche, de improviso, un viento helador comenzó a congelar las aguas que aislaban a los españoles, lo que les permitió abandonar el dique y acometer a los navíos enemigos. Temerosos de quedar atrapados en los hielos y sabiendo que se acercaba una flota católica, los holandeses abandonaron sus barcos, que fueron incendiados. Hasta tal punto consideró la infantería de Felipe II que aquella victoria se había debido a la intercesión de la Virgen que de inmediato fue nombrada patrona de los Tercios de Flandes y de Italia.

    Y todavía hubo de pasar otro medio siglo antes de que en la batalla de Nördlingen, a solo unos 50 Km. de Ulm, las dos historias anteriores, protagonizadas ambas por imágenes de la Virgen, confluyeran. En 1634 los protestantes alemanes y suecos acababan de invadir Baviera cuando tuvo lugar uno de los enfrentamientos más sangrientos de la Guerra de los 30 Años, saldado con más de 20.000 muertos. ¡Cuál no sería la sorpresa de los nietos de aquellos suabos que habían destrozado el altar de Santa María cuando vieran que los hijos de aquellos veteranos de Empel, las tropas españolas del Tercio de Idiáquez, acudían al combate invocando a la Inmaculada! ¿Qué pudo abrir un abismo tan irracional, tan ancho y tan profundo, como para arrastrar en un mismo torbellino tantos miles de vidas a tanta distancia en el espacio y en el tiempo? No pretendo frivolizar al respecto y, por supuesto, las razones últimas de las guerras de religion europeas de la Edad Moderna son mucho más complejas y profundas de lo que aquí pudiera decirse, pero hay una, tal vez no menor por más que ahora resulte abstrusa, una pintoresca disputa teológica de raíz filológica, que separó en bandos irreconciliables a los europeos de aquel tiempo: la interpretación exacta de una palabra griega, la traducción correcta del sustantivo ἀδελφόϛ “adelphós”, “hermano”.

    La especial veneración dentro del Cristianismo más ortodoxo por la madre de Jesús, algo que para los reformadores protestantes rozaba la idolatría, se halla en relación con un dogma que forma parte del corpus doctrinal desde sus primeros siglos, la virginidad de María. De acuerdo con este dogma de fe, María fue virgen antes, durante y después del nacimiento de Cristo. Esta posición tan especial de la Madre de Dios en el santoral cristiano, todavía se amplia más en el Catolicismo con la creencia en la Inmaculada Concepción, por la cual María, además, habría desconocido el Pecado Original. Aunque esto solo fue admitido por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano I a finales del siglo XIX, como hemos visto era sostenido ya por la fuerza de las armas por los tercios españoles desde el XVI.

    Frente a esta postura tradicional católica, los predicadores de la Reforma se encontraban en los evangelios con expresiones de este tipo: Καὶ ἔρχονται ἡ μήτηρ αὐτοῦ καὶ οἱ ἀδελφοὶ αὐτοῦ (Mc. 3, 31), en las que se alude, en varias ocasiones, a los “hermanos” del Señor. El problema que se les planteaba era obvio: si Jesús tenía hermanos ¿cómo podía ser virgen su madre, que había dado a luz, al parecer, a varios hijos más? Y si esto era así, ¿por qué darle un tratamiento tan especial, hasta el punto de dedicarle lujosos altares y catedrales enteras?

    Esta cuestión, por supuesto, no era nueva en el siglo XVI. Ya Tertuliano, en el II, había mantenido que Jesús, al reconocerlos él mismo como “hermanos” en ese pasaje de Marcos, venía a decirnos que se trataba de hermanos de madre, ya que él se sabía hijo de Dios, no de José. Lo cual, por otra parte, concuerda con la propia etimología de la palabra ἀδελφοὶ, que significa hijos “del mismo vientre”. Esta es la interpretación directa que aceptan en la actualidad la mayoría de las iglesias reformadas y que explica su desafección por la madre de Jesús. Sin embargo, la tradición ortodoxa del Cristianismo llevaba siglos dando argumentos contra esta interpretación “etimológica” de la palabra, que parecía refutar en el propio texto del Nuevo Testamento la virginidad de María.

    La más sencilla y antigua era la que hacía de José un anciano, ya viudo y con hijos -cuatro varones y dos hembras-, cuando se casó con María. De acuerdo con esta tradición, muy consolidada en los evangelios apócrifos, los “ἀδελφοὶ” de Jesús serían en realidad “medio hermanos”, hijos de un José que nunca habría yacido con su joven y virgen segunda esposa. Esta interpretación se fundamenta en el propio texto evangélico, ya que en todo el Nuevo Testamento no se utiliza ninguna otra palabra para referirse a los “medio hermanos” e incluso Mc. 6, 17 usa la palabra ἀδελφόϛ para referirse a Filipo, a quien sabemos solo medio hermano del rey Herodes. Hay, sin embargo, un problema a este respecto. Si se admite esta versión de la vida de José, los “hermanos” de Jesús serían mucho mayores que él y, sin embargo, en ningún momento, al referirse a su familia, se alude a ningún otro miembro de ella, ni “cuñados” ni “sobrinos”. Estos últimos, además, tendrían una edad similar a la de Jesús e incluso hubieran podido ser seguidores suyos, como lo son sus “hermanos”. Hemos de suponerle pues, a Jesucristo, seis “medio hermanos” de edad madura pero sin ninguna familia propia, algo francamente improbable en la sociedad israelita del siglo I.

    Tal vez por esto, el traductor del Nuevo Testamento al latín en el siglo IV, san Jerónimo, Padre de la Iglesia, optó por considerar que esos “hermanos” del Señor eran en realidad sus “primos”, hijos de su tía, María la de Cleofás. En principio, frente a la interpretación de los “medio hermanos”, la de los “primos” parece una solución rebuscada e innecesaria pero, curiosamente, viene respaldada por un interesante razonamiento filológico. Aunque el Nuevo Testamento, tal y como lo conocemos en la actualidad, está escrito enteramente en griego, forma parte de una tradición literaria de origen semítico y de un conjunto de textos, la Biblia, escritos en hebreo y arameo, lenguas semíticas ambas. Además, los estudiosos actuales destacan que los evangelios sinópticos, de los que el más antiguo es el de Marcos, son deudores de unos “Dichos de Jesús” y un hipotético “Protoevangelio de Mateo”, que habrían sido redactados en el arameo habitual que hablaban Jesús y sus discípulos. Es en este contexto cultural semítico donde podemos encontrar la palabra aramea “aha” -como la hebrea “ah”- con un significado amplio que abarca los conceptos tanto de “hermano” como de “primo”, algo propio de sociedades de pastores nómadas estructuradas a partir de lo que se conoce como “familia amplia”, es decir, donde padres, tíos, hermanos y primos forman una comunidad familiar en la que las relaciones paternofiliales carecen de la relevancia que se les concede en las familias de origen indoeuropeo. De hecho, son muchas las ocasiones en las que la Biblia de los 70, Antiguo Testamento vertido del hebreo al griego en el siglo III a.C., la palabra ἀδελφόϛ tiene también el significado de “primo”.

    Hermano uterino, medio hermano, primo… ¿cuál es la realidad a la que quería hacer referencia en las últimas décadas del siglo I el autor del evangelio de Marcos al mencionar a los ἀδελφοὶ de Jesús? Dieciséis siglos después e incluso hoy mismo, dogmas esenciales del Catolicismo, como la Virginidad de María y su Inmaculada Concepción, se hallan vinculados a esa discutida interpretación de una antigua palabra griega. Las llamas que acabaron con el altar mayor de Ulm en 1531 o con los barcos holandeses sobre el hielo de Empen en 1585, los 20.000 muertos, católicos y protestantes, suecos, sajones y suabos, lombardos, austriacos y españoles, de la batalla de Nördlingen en 1634… manchan, pues, de humo y sangre esta hermosa palabra. [E. G.]