LAS 100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA
NOCHE OSCURA de SAN JUAN DE LA CRUZ
En una noche escura,
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¡O noche, que guiaste;
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II: COMENTARIO - La ruptura de lo previsible, la sorpresa por lo inesperado, caracterizan la lectura de los poemas de Juan de Yepes. Leemos la aventura amorosa de una joven que huye en la noche para gozar de su amado y nos sorprende la libertad expresiva de la voz poética, su insólita desfachatez, la evidente impudicia de sus últimos versos. Pensaríamos, pues, en una poetisa moderna, libre de prejuicios mojigatos, pero el autor, bien lo sabemos, es un hombre, un menudo monje castellano del siglo XVI, un santo carmelita, un doctor de la Iglesia. Entonces nos asombra el tema amoroso del poema, la sensualidad del ambiente nocturno, la plasticidad de estos versos eróticos. ¿Un poema clandestino, un desahogo íntimo, la personalidad escindida de otro Juan Ruiz hispánico? Y de nuevo la sorpresa: el poeta se ciñe a su experiencia mística. La casa no es tal casa sino el propio cuerpo del creyente y la joven no persigue el goce sensual junto a su amado: es el alma del santo quien busca unirse a su Creador en una experiencia vital inefable.
Nada es lo que parece y, sin embargo, las palabras son claras, como lo son las de la bella Sulamita que recita sus versículos de amor en cualquiera de las biblias que el autor leía: “¡Qué bello eres, amado mío! ¡Qué hermoso eres! / La verde hierba es nuestro lecho. / Los cedros son las vigas de la casa / y los cipreses el techo que nos cubre”. Porque Juan de Yepes, san Juan de la Cruz, no solo está componiendo un texto delicadísimo donde reflejar uno de los sentimientos más íntimos, profundos e incomunicables del ser humano, la comunión del espíritu con su dios, sino que lo está haciendo, al igual que en su Cántico espiritual, de acuerdo con una tradición literaria que se remonta, a través de toda la mística centroeuropea de la Edad Media, hasta el neoplatonismo agustiniano de los primeros siglos del Cristianismo y, más allá, a la poesía amorosa hebrea anterior a Cristo.
Las palabras son claras y sencillas porque esa es la estética literaria que gusta al autor. San Juan es un hombre de la Castilla del Renacimiento, discípulo directo, en poesía, de Garcilaso, toledano de origen, y de fray Luis de León, salmantino de adopción. Para las grandes piezas líricas donde pretende consignar lo principal de su dedicación poética, prefiere la tradición italianizante que había triunfado, no hacía tanto, con la publicación y éxito en 1543 de las obras completas de Boscán y Garcilaso. Por supuesto, la utilización de esa estética, basada en el endecasílabo petrarquista y en la lira garcilasiana, para la plasmación de contenidos religiosos y espirituales tenía también una larga trayectoria literaria en la segunda mitad del siglo XVI. En Italia la poesía religiosa había sabido acomodarse a las formas del “dolce stil nuovo” desde sus orígenes pero no era necesario que el poeta abulense tuviera en cuenta estos precedentes lejanos. Para cuando él toma la pluma hacia 1580 la propia lírica española cuenta ya con la magnífica obra poética de fray Luis de León, que incluye piezas religiosas de especial relevancia como la Oda a la Ascensión de Nuestro Señor y, sobre todo, la traducción en octavas reales del Cantar de los Cantares. Para fray Juan de la Cruz hubo de resultar evidente que para la exposición culta y sofisticada de su experiencia mística, aquella que iría acompañada, como los versos de la Vita Nuova de Dante, de una explicación detallada de su significado profundo, tenía que aprovechar el estilo de estos grandes maestros.
Por ello, estas “Canciones del alma que se goza...” están dotadas de un movimiento argumental claro y concreto y el cierre en apariencia abrupto de la última estrofa responde en realidad a la finalización de la experiencia que se desea expresar. Pero además, verso a verso, la expresión lírica se engalana de joyas verbales inusitadas. La repetición de determinados versos y sintagmas -”oh dichosa ventura”- no obedece a ninguna razón intelectual o lógica sino al impulso sentimental de la voz poética. Lo mismo sucede con las anáforas, las exclamaciones, las aliteraciones… Todo ello va más allá aún de la mística, proyectando al lector al mundo de la pura expresión lírica, donde rige el sonido de las palabras, las normas de la retórica, la habilidad estética del poeta. Más allá o más acá de la experiencia que el monje quiere plasmar, vemos triunfar la exquisita dulzura, la elegancia inigualable del poeta que domina y manipula con arte las palabras selectas, el ritmo del verso, la cadencia de la rima.
“Allí quedó dormido / y yo le regalaba / y el ventalle de cedros aire daba”. Más allá, o más acá, de la metafísica cristiana que ocultan o revelan estos versos, por encima incluso de la propia experiencia personal del santo carmelita que los compuso o de la evidente relación de estos “cedros” con los que menciona la Biblia, la construcción sintáctica y sonora de los dos últimos versos se manifiesta magistral en su propia expresión poética. La repetición de sonidos palatales en el inicio de cada uno de ellos, la secuencia “yo / ventalle”, unida a contrapié por un polisíndeton copulativo, la inclusión de un arcaísmo “ventalle” en la construcción de la metáfora final y la propia imagen, sobre todo esa imagen, del abanico de árboles acariciando con su brisa perfumada a los enamorados en medio de la opaca y silente noche… Todo es eso es pura poesía, de la mejor poesía escrita nunca en Occidente. [E. G.]