LAS 100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA
IN TABERNA QUANDO SUMUS - ANÓNIMO
In taberna quando sumus Octies pro fratribus perversis Bibit hera, bibit herus Parum sexcente nummate
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En la taberna sentados,
Ya hay quien paga el primer vino El octavo por los frailes perversos, Bebe la dueña y el clero, Bebe el pobre y el doliente,
No hay suficiente caudal, para este vicio fatal, Trad.: Millán Bravo. |
II: COMENTARIO - La poesía latina medieval no suele tener un hueco en los estudios modernos de literatura ni en el aprecio de los entendidos. Las historias de la literatura latina de estos dos últimos siglos suelen limitarse al periodo de Roma clásica y sus autores, si bien se sienten obligados a rebuscar entre los mínimos residuos de los primeros siglos de la República, consideran fuera de su campo de estudio no ya grandes obras literarias de la modernidad, como la Utopía de Thomas More, sino incluso piezas tan cercanas al final del Imperio Romano y a los propios gustos clásicos como los himnos litúrgicos cristianos o la Vita Karoli de Einhard. En el otro extremo, los estudios históricos de corte regionalista, centrados en los orígenes de las lenguas vernáculas y de su literatura “nacional”, sortean sin disimulo estas composiciones, importantes o no, que difícilmente entrarían dentro de su proyecto historiográfico. De este modo, una recopilación de poesía lírica tan amplia, variada, sorprendente y atractiva como los Carmina Burana, la mayor y más antigua colección de lírica recogida en Germania de toda la Alta Edad Media, y acaso en toda Europa, solo merece veinte líneas en las 625 páginas de la Historia de la literatura alemana que consulto; y ni una sola palabra nuestro poema.
La poesía latina medieval forma parte esencial y estructural de la cultura europea en sus primeros siglos. Cientos de poemas compuestos durante la época de los Orígenes, entre los siglos V y X, se integraron en la liturgia cristiana, siendo conocidos, cantados y difundidos por todos los rincones evangelizados del norte y el este del continente desde el núcleo difusor del Imperio. Todos los clérigos conocían estos textos, manejaban sus ritmos compositivos, entendían las técnicas creativas y la retórica que se utilizaba en ellos. Los poemas eran usados de forma cotidiana en la liturgia por miles de frailes y de sacerdotes que comprendían perfectamente lo que cantaban y por millones de fieles que estaban habituados a las composiciones que entonaban, aunque no entendieran por completo su significado.
Los Carmina Burana remiten a un segundo estadio literario. Dentro del contexto artístico de este tipo de poesía, el Archipoeta –de quien desconocemos el nombre, como de cualquier otro poeta popular- y sus compañeros juegan con las formas que dominan, recrean los modelos a los que están habituados, se burlan de su propio “trabajo”, creando una nueva versión lúdica de la hímnica latina. Los Carmina Burana muestran su familiaridad con unas formas cultas y la capacidad de estos creadores para recrearse en ellas en un nuevo contexto artístico. Son un ejemplo, pues, de maestría.
Más allá del contenido concreto de este poema, la invitación a beber y a hacer de la bebida una forma de vida, fijémonos en su cuidada composición artística. Las seis primeras estrofas, cada una de ocho versos octosílabos agrupados en cuatro pareados de rima consonante, se agrupan a su vez entre sí de dos en dos. Tras la introducción de las dos primeras estrofas –la segunda cohesionada a su vez por la repetición de cuatro “quidem”-, viene la larga enumeración de brindis, trece desde el “primo” hasta el “tredecim”, a los que aún hay que sumar el “tam pro papa quam pro rege” que eleva la fiesta hasta lo más alto de la sociedad medieval. De forma más repetitiva, obsesiva incluso, las dos siguientes estrofas recurren a la anáfora para construir quince versos –quince- encabezados por el verbo “bibit”, repetido además en el interior de otros once. Y como en la estrofa 4, también la sexta concluye con un verso doble que eleva la enumeración a lo más alto: “bibunt centum, bibunt mille.” La última estrofa, en cambio, a la manera de colofón o de envío, queda aislada para dar un último giro ridículamente formal y un tanto blasfemo a esta apología del buen beber.
El poeta que compuso estos versos de forma tan elaborada tal vez en el siglo XII, los clérigos que durante décadas, acaso siglos, los fueron cantando por las tabernas al ritmo de alguna tonada eclesial bien conocida, los copistas de Estiria y de Baviera que aún gustaban de estos poemas a finales del XIII y que dedicaron un esfuerzo notable a dejarlos consignados por escrito, los monjes que en los años venideros leyeron la copia con gusto y apreciaron la gracia poética de este escritor anónimo ya hacía tanto tiempo muerto, todos ellos, al igual que Carl Orff cuando seleccionó el texto para su poema sinfónico, y todos nosotros que de nuevo, casi mil años después, hemos llegado a estos versos a través de un nuevo tipo de música, inimaginable entonces, formamos parte de una tradición centenaria truncada hace mucho y hoy de nuevo reunida. [E. G.]