HERODÍAS/SALOMÉ: UNA MODA DECADENTISTA

 

I

    En la historia de la cultura europea no es extraño dar con temas ocasionalmente atractivos para los creadores que se generalizan, adquieren una relevancia inusitada y poco a poco, de la misma forma en que surgieron, pasan de moda y se olvidan. Es fácil señalar ejemplos en los más diversos campos de las artes, la espiritualidad o las ideas: el triunfo de la ojiva en la arquitectura bajomedieval, la pasión por el coleccionismo y la deformidad durante el Barroco, la influencia de Pompeya en las artes decorativas del siglo XVIII o la atracción por el espiritismo finisecular; y, más concretamente, en el campo de la literatura hallamos poderosas modas globales como las leyendas bretonas a lo largo del siglo XII o la generalización del soneto italianizante en el XVI, y también gustos más puntuales como el byronismo de principios del XIX o la iconoclastia vanguardista de la segunda década del XX.

    Son motivos temáticos y formales de ámbito europeo que ejemplifican la unidad cultural del continente a lo largo de los tiempos y remiten a procesos equiparables, aunque en lapsos temporales más amplios, a los de la moda actual: el éxito creativo en un ámbito cultural de prestigio favorece la generalización y popularización del modelo, con las consiguientes recreaciones más o menos innovadoras y, en su caso, también exitosas. En este artículo vamos a centrar nuestra atención en uno de esos motivos temáticos de éxito en un contexto sociocultural muy concreto: la imagen legendaria de Salomé en el fin de siglo simbolista.

    Salomé era, hacia 1875, una figura perfectamente conocida para el arte europeo. Personaje menor de una de las tradiciones fundadoras de nuestra cultura, la judeocristiana, aparece ya bien definida, por ejemplo, en el Salterio Dorado de Munich, miniado en Inglaterra a principios del siglo XIII, incluso con su baile de contorsionista. Como tantas otras mujeres de esa tradición, Salomé es un modelo de pecadora: con su sensualidad lujuriosa provoca la muerte de Juan el Bautista, precursor de Cristo. Volvemos a hallar a Salomé en la vida cultural del Renacimiento, en cuadros de Bernardino Luini, Lucas Cranach y, sobre todo, Tiziano. Luego, durante el Barroco, la cabeza del Bautista ensangrentada sobre una bandeja, en contraste con la belleza indiferente de la joven, ofrecía posibilidades al tenebrismo, como bien supo ver Caravaggio. A partir de este momento, sin embargo, el tema de Salomé parece haber sido considerado secundario, menor o prescindible en el arte europeo.

    Por ello resulta tan llamativo que, de repente, hacia 1870, tras más de dos siglos de irrelevancia estética, la figura de Salomé, junto a la de su madre, Herodías, atraiga de tal modo la atención de los artistas europeos, por encima de cualquier otra “pecadora” de esa misma tradición judeocristiana: Eva, Dalila, Magdalena, María Egipciaca… Echemos, pues, primero una ojeada al contexto.

 

II

    Entre las peculiaridades de la Herodías de Gustave Flaubert está la inclusión de Lucio Vitelio, gobernador de Siria en el año 35. Vitelio no aparecía en ninguna de las fuentes históricas en las que se inspiró Flaubert y, sin embargo, su presencia en el relato es totalmente verosímil debido al denodado esfuerzo de reconstrucción histórica llevado a cabo por el autor. En esta tarea, similar a la que había hecho con el Cartago del siglo III a. C. en Salammbô, Flaubert responde al espíritu de su tiempo. El siglo XIX presenta una auténtica pasión que hoy podríamos llamar “recreacionista”, tanto por la Edad Media -E. Viollet-Le-Duc- como por la época del Imperio - Th. Mommsen, y, sobre todo, D. F. Strauss, para el siglo I y el Cristianismo-. Pero mientras que la Edad Media recreada por los medievalistas franceses podía encajar perfectamente con los intereses nacionalistas de la época, la reconstrucción historicista de los orígenes cristianos se movió siempre en un ámbito polémico, al aplicar métodos de investigación moderna a textos sagrados. De hecho, algunas de las reconstrucciones más famosos de la época, como la Vida de Jesús de E. Renan, de 1863, contaron con un fuerte rechazo y la censura eclesiástica más rigurosa.

    En este contexto, la innominada hija de Herodes Filipo de los evangelistas Marcos y Mateo, identificada con la Salomé de las Antigüedades judías de Flavio Josefo, trasciende su papel religioso tradicional a cuenta de su valor histórico y, en buena medida, heterodoxo. De todos modos, para entender el porqué del éxito fulgurante de este personaje conviene no olvidar en ningún momento esas vinculaciones religiosas con las que Salomé venía marcada por sus orígenes judeocristianos y su pertenencia a un contexto neotestamentario.

    Va a ser en Francia, a mediados de siglo, donde se generalice el interés artítico por Herodías/Salomé. Aunque los dos grandes hitos iniciales de esta moda son, como veremos, un relato, Herodías, de Flaubert, y un cuadro, La Aparición, de Moreau, ambos de 1876, no podemos olvidar que la figura de la mujer de Herodes Antipas ya había tenido un papel secundario -junto a la diosa clásica Diana y el hada celta Habonde- en la obra de Heinrich Heine Atta Troll. Ein Sommernachtstraum, de 1841, traducida al francés por el propio autor, parisino de adopción, en 1847. En Atta Troll la mujer de Antipas exige la cabeza del Bautista porque está enamorada de él -ella, Herodías, no Salomé- y su castigo eterno va a ser besar esa cabeza amada -oui, elle baise avec ferveur cette tête morte- sobre la que ella misma había muerto de amor.

    A partir de aquí, Salomé protagoniza igualmente varios sonetos de Théodore de Banville en 1843 y 1875, y Herodías las tres piezas que componen la Hérodiade de Stéphane Mallarmé, escritas entre 1864 y 1867, que también trasfieren a la reina la juventud y apasionamiento de la princesa. Y a Mallarmé pertenece el significativo verso J’aime l’horreur d’être vierge, tan cercano al ideal decadentista de Oscar Wilde. En esa misma línea, otro soneto de Banville de 1874, con el mismo título que el poema de Mallarmé, presenta de nuevo a Herodías, no a Salomé, ofreciendo la cabeza del Bautista en la bandeja.

 

III

    Todas las recreaciones decimonónicas del mito de Salomé remiten en última instancia a los evangelios y a Josefo y, por lo tanto, los elementos de los que se sirven son limitados: la pareja de tetrarcas, la prisión de Juan, el banquete, la danza de Salomé y la bandeja de plata con la cabeza cortada. En ese contexto, en la década de los años 70, los cuadros de Gustave Moreau ofrecen la imagen más depurada de una de las perspectivas del mito, que podemos llamar simbolista o decadentista, y la de mayor éxito en la época. En ella, el personaje central es Salomé, que deja en un segundo plano a Herodías y a Herodes. Si nos limitamos a las tres cuadros más famosos de Moreau sobre este tema -Salomé bailando ante Herodes, Salomé tatuada y La Aparición- hallamos repetidos varios motivos que personalizan la versión del pintor: las arquitecturas orientales que sirven como sofisticado marco a la imagen central, la figura de Salomé con el gesto característico de la mano semilevantada, Herodes y el verdugo en un segundo plano, con una Herodías casi imperceptible al fondo, el ambiente recargado y brumoso, la sensualidad de la protagonista, semidesnuda y cubierta de joyas.

    Más allá de la imagen tradicional de la princesa judía, Moreau proporcionó a su época una imaginería exótica y sofisticada que favorecía una interpretación simbólica de Salomé como femme fatale, motivo de especial interés para los artistas e intelectuales del fin de siglo. Este va a ser, por ejemplo, el atractivo que el escritor también francés J.-K. Huysmans va a resaltar en la descripción de estos cuadros incluida en el capítulo 5 de su famosa À Rebous, novela de 1884. Des Esseintes, el protagonista, entre otros muchos objetos especiales y sofisticados de los que se rodea para escapar a la vulgaridad de la vida, “avait-il voulu une peinture subtile, exquise, baignant dans un rêve ancien, dans une corruption antique, loin de nos mœurs, loin de nos jours”, Salomé danzando ante Herodes. Huysmans se demora en la descripción minuciosa tanto de ese cuadro como de La Aparición, puesto que para el protagonista de su relato “entre tous, un artiste existait dont le talent le ravissait en de longs transports”, Gustave Moreau. Así interpreta Des Esseintes/Huysmans la figura de Salomé durante la danza: “elle devenait, en quelque sorte, la déité symbolique de l’indestructible Luxure, la déesse de l’immortelle Hystérie, la Beauté maudite, élue entre toutes par la catalepsie qui lui raidit les chairs et lui durcit les muscles; la Bête monstrueuse, indifférente, irresponsable, insensible, empoisonnant, de même que l’Hélène antique, tout ce qui l’approche, tout ce qui la voit, tout ce qu’elle touche”.

    Esta interpretación de la figura de Salomé ligada al simbolismo decadentista va a pesar en la mayor parte de la literatura del fin de siglo y no es de extrañar, por ejemplo, que el propio Wilde aluda a la novela de Huysmans como uno de los libros de cabecera que van a educar en la depravación al protagonista de su obra narrativa más próxima al ambiente espiritual de Salomé, El retrato de Dorian Grey, publicado en 1890.

 

IV

    Gustave Flaubert también es una de las lecturas predilectas del protagonista de À Rebours, a quien, de acuerdo con sus muy particulares gustos estéticos, atraen, sobre todo, Las tentaciones de San Antonio y Salammbô. No debe extrañarnos la ausencia de Herodías, pese a la predilección de Des Esseintes por los cuadros de Moreau, ya que el acercamiento de Flaubert a la figura de Salomé es, como vamos a ver a continuación, muy diferente.

    En la Herodías de Flaubert la narración no se centra en la princesa sino en su madre. Salomé es una figura solo entrevista a lo largo del relato hasta que entra en la sala, baila y pide. Más espacio ocupa, por ejemplo, el banquete, con grupos de judíos disputando entre sí, y sobre todo, con Vitelio y su hijo junto a Herodes. Nada de esto aparece en Moreau y, sin embargo, una de las primeras alusiones de Flaubert a su futura Herodías data de abril de 1876, en París, lo que invita a pensar que conocía la obra del pintor. Este era ya famoso por esas fechas, había pintado la Salomé tatuada en 1874 y ese mismo verano del 76 presentaría en el Salón su Salomé danzando ante Herodes. Así pues, aunque es probable que Flaubert supiera de estos precedentes, decidió seguir un camino muy diferente: reconstruir el episodio histórico más allá de sus implicaciones religiosas, simbólicas o esteticistas; Herodías habría de ser un retazo de historia antigua, como lo había sido su princesa cartaginesa Salammbô.

    Este punto de partida condiciona muchos de los aspectos técnicos del relato. Puesto que Josefo sitúa la acción en Maqueronte, la descripción de la fortaleza y sus alrededores ocupará un lugar relevante. De hecho, la reconstrucción del paisaje jordano, de la estructura arquitectónica de la fortaleza y, sobre todo, de los establos subterráneos, va a ser un auténtico quebradero de cabeza para Flaubert. Pero además, el novelista quiere integrar este fragmento de historia judía en el contexto más amplio de la política imperial del siglo I, lo que le hace introducir, junto con los Vitelio, las otras referencias a Antipas recogidas en las obras históricas de Flavio Josefo.

    Del mismo modo, Flaubert se esforzó por aislar a Salomé, a los tetrarcas y al propio Bautista del contexto evangélico con el que venían relacionándose desde sus orígenes. Esa es la razón, por ejemplo, del forzado intento de Flaubert por dar al profeta un nombre mucho más exótico que el vulgar Jean francés e incluso que el Ioannes [Ἰωάννηϛ] de Josefo o el hebreo Iohanan [יוֹחָנָן‎]. También llama la atención el general silenciamiento de pasajes evangélicos relacionados con el Bautista, sobre todo cuando al final del relato se alude de forma subrepticia a Lucas, 7. Solo uno de esos episodios es recogido directamente en Herodías, el del funcionario real de Cafarnaum, procedente de Juan, 5.

    Herodías gozó de gran prestigio cultural en la Francia de su tiempo y ya en 1878, Jules Laforgue utilizaba el nombre de “Iaokanann” en su Salomé, pese a que sus versos ni siquiera mencionan a Herodías. La ópera Herodiade de Jules Massenet, de 1881, también parte del texto de Flaubert -aparecen Phanuel y Vitelio-, si bien hace inverosímil el argumento trasladando la acción a Jerusalén.

 

V

    En cualquier caso, el triunfo final del motivo de Salomé en la cultura europea tuvo como detonante la Salomé de Wilde, de 1893, quien acertó al reunir en una creación única las posibilidades que le ofrecían Moreau y Flaubert. La tragedia de Wilde toma del primero el tono sensual y sofisticado, así como la preeminencia del personaje de Salomé. Pero Wilde necesitaba un argumento más complejo que el mero baile y una puesta en escena más amplia que las gradas del trono. Para ello recurre al segundo, seleccionando lo que encontró más interesante en su novelita y reescribiendo lo que no se ajustaba a sus propósitos literarios:

    - La acción se sitúa en “el palacio de Herodes”, lo que hace pensar en el Jerusalén de los libretistas de Massenet. Pero prescindir de Maqueronte implicaba contradecir los datos históricos de Flavio Josefo. Por ello Wilde no llega a mencionar en ningún momento la capital judía y sitúa la escena en una gran terraza abierta que recuerda a la fortaleza del arranque de Herodías.

    - Wilde sigue también a Flaubert al incluir a un enviado romano en el banquete. Sin embargo, el dramaturgo lo llama Tigellinus, como el favorito del emperador Nerón que aparecerá también en el Quo vadis? de Sienkiewicz, de 1896. Aquí, Wilde obvia definitivamente la verosimilitud histórica, ya que en el 36 d. C. Tigelino, de apenas 25 años, era un completo desconocido.

    - Flaubert se equivoca, acaso intencionadamente, en la transcripción del nombre hebreo de Juan, al que llama Iaokanán. Wilde reconoce el acierto de utilizar un nombre tan literario y sonoro pero, como buen alumno oxoniense, corrige a su predecesor francés con una forma más “etimológica”: Iokanaán.

    - Para hacer protagonista de la obra a Salomé, Wilde ha de dejar en un segundo plano a Herodías, y traspasar a la hija el odio de la madre. Salomé, para quien el Bautista es alguien indiferente en Flaubert, se convierte en una amante apasionada, salvaje, del profeta. En cualquier caso, la obsesión final de Salomé por besar la cabeza cortada del profeta aparecía ya en la composición alemana de Heine y había sido recuperada en el poema dramático Herodías del inglés J. C. Heywood de 1884.

    - Por el contrario, la personalidad de la reina se desdibuja. Mientras que la Herodías de Flaubert ha tejido una trama durante años para enredar en ella a su marido, la reina de Wilde es una mera mujer celosa que solo cuando su hija exige la cabeza del profeta se da cuenta de lo mucho que eso le conviene.

    - Finalmente, para la mezcla de sensualidad, crimen y pecado que da sentido a la obra de Wilde tenía un especial atractivo la ortodoxia religiosa del argumento. Por ello, el autor aprovecha cualquier momento de su tragedia para introducir alusiones cristianas que Flaubert, como hemos visto, había evitado. Así, Juan utiliza expresiones que solo conocemos por los evangelios, como que él no era digno de desatar el lazo de las sandalias del Mesías, o envía a Salomé a buscar a este a Galilea, donde lo hallará con sus discípulos. Incluso unos nazarenos mencionan una larga serie de milagros evangélicos, entre ellos todos los de Cafarnaum con la sola excepción del único citado por Flaubert.

 

VI

    La doble versión de la tragedia de Wilde, francesa primero, luego inglesa, en supuesta traducción de Bosie y con sugerentes y atrevidas ilustraciones de Aubrey Beardsley, supuso la consagración definitiva de Salomé como manifestación suprema del tema de la femme fatale en la literatura decadentista europea. Incluso los acercamientos franceses de la época, como las dos versiones de Blaise Cendars, de 1893 y 1901, van a demorarse en los aspectos más morbosos -Pendant qu'à terre gît le chef de Jean-Baptiste, / Il boit le sang qui brûle au bout des seins dressés- y sentimentaloides de lo que podía ya considerarse la versión estándar del mito. Así, no ha de extrañarnos que incluso la propia ópera de Massenet, en su estreno neoyorquino de 1903, cambiara su título flaubertiano, Herodías, por el Salomé de Wilde.

    Con todo, para lograr su inmortalidad definitiva todavía hemos de tener en cuenta una última metamorfosis, menor pero grandiosa: la versión operística de Richard Strauss. De hecho, hoy en día, cuando la Salomé del dramaturgo inglés dormita a la sombra de El abanico de Lady Wintermere o de La importancia de llamarse Ernesto, la del compositor germano sigue entre las 40 óperas más representadas en todo el mundo, con más de 100 montajes distintos solo en la temporada 2015-16.

    La ópera de Strauss utiliza como libreto una adaptación del propio músico de la traducción al alemán que la poetisa Hedwig Lachmann había hecho del texto inglés de Wilde. Strauss había visto representar esta versión alemana en la época de su estreno y su entusiasmo por la obra del escritor irlandés se concretó finalmente en la fidelidad con la que el compositor sigue el texto original. Una primera partitura de esta Salomé operística se puso en escena en Dresde en diciembre de 1905 y solo dos años después se había representado ya en más de 50 teatros, a pesar de las dificultades e incluso el rechazo con que fue acogida en ciudades tan importantes como Londres, Nueva York o Viena.

    El texto de Strauss sigue muy de cerca la traducción de Lachmann, conservando el tono eminentemente lírico de Wilde, pero también hallamos algunos cambios que precisamente esa fidelidad al texto original hace más significativos. Uno de los más interesantes, sobre todo si lo vemos desde el punto de partida flaubertiano, es la desaparición definitiva del representante romano. Hemos mencionado antes que ya Wilde había reducido su presencia en la obra, a la vez que sustituía a un verosímil Vitelio por un más atractivo Tigelino. Strauss, consciente acaso de la irrelevancia argumental de este motivo histórico, lo suprime por completo, mejorando de este modo la densidad dramática de la obra. También elimina el amor del joven paje por Narraboth, como una línea argumental secundaria que no le interesa, y el diálogo en el que contrastan las palabras de Herodes diciendo que es feliz con las de sus soldados insistiendo en su aspecto sombrío. Probablemente en todos los casos, Strauss pretende sobre todo reducir el contenido lingüístico de la obra, de acuerdo con técnicas imprescindibles a la hora de reescribir los libretos para ópera.

 

VII

    A partir del éxito de Wilde/Strauss, resultaba muy difícil seguir aprovechando las posibilidades estéticas de Herodías/Salomé. Así lo recoge Guillaume Apollinaire en un texto muy significativo, en prosa, La danseuse, de 1910. Apollinaire comienza su relato anotando: “Je n'ai point orné le conte de mots hébreux, de descriptions exactes de costumes et de palais ; sophisteries qui eussent donné au récit cette couleur locale tant cherchée aujourd'hui. A la vérité, mon ignorance m'eût empêché de le faire, et j'ai même conservé à mes personnages les noms qu'ils portent dans nos évangiles.” La referencia, tan concreta, al nombre de los personajes es una clara crítica tanto al Iaokanán de Flaubert como al Iokanaán de Wilde. Parece claro que, por primera vez en más de 30 años, un escritor joven pretende enfocar el tema de Salomé sin tener en cuenta sus posibilidades historicistas ni las exitosas versiones finiseculares. Así, este escritor francés de origen polaco abandona la localización palestina de la parte central de la leyenda, vuelve su mirada a los relatos, más amplios y complejos, de las versiones medievales y narra la parte final del mito de Salomé y su destino, especular del Bautista, sobre el hielo del Danubio.

    Esta versión de Apollinaire, más original e innovadora que la de 1906, que recogerá en su libro Alcools, del 13, puede considerarse el punto final del periplo de Salomé por la Europa del fin de siglo. A partir de ese momento, la combinación de pecado, sensualidad, orientalismo, sofisticación, amor y sentimentalismo de la versión estándar parece hallarse muy lejos de los nuevos intereses estéticos de los vanguardistas. La sádica princesa hebrea comenzará a desvanecerse del horizonte cultural europeo, y poco a poco pasará a ser una mera figura “de época”, como Werther o Beatriz.

    Sin embargo, antes de llegar a difuminarse del todo, todavía podemos asistir a una última reconversión del personaje, la más radical y sorprendente. Damos con ella de nuevo en una obra teatral, construida también sobre la Salomé de Wilde, que con el título de La cabeza del Bautista, el español Ramón María del Valle-Inclán incluyó en El retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte. La pieza, un diminuto esperpento de 1924, responde con exactitud al modelo creativo propuesto por Max Estrella en Luces de Bohemia: “Los héroes clásicos se han ido a pasear por el callejón del gato”. En efecto, en La cabeza del Bautista Valle-Inclán deforma “con matemática de espejo cóncavo” el modelo finisecular de Salomé diseñado entre Moreau, Flaubert, Wilde y Strauss.

    Antipas se transmuta en un tal Don Igi, un rico indiano amancebado con La Pepona (Herodías/Salomé), que recibe la visita de El Jándalo (El Bautista). Este, desde el otro lado del Atlántico, viene a chantajearle. En la escena final La Pepona, que ha flirteado con el recién llegado para darle la ocasión a Don Igi de acuchillarlo por la espalda, “siente enfriarse sobre su boca la boca del Jándalo”. Un último aullido de amor de la protagonista -“¡Vuélveme los besos que te doy, cabeza yerta!”- deja bien claro cuál es el referente cultural último de esta magnífica y mal conocida pieza de teatro expresionista castellano. [E. G.]