POR UN PROYECTO CULTURAL EUROPEO (y II)

 Europa como unidad cultural

    Y sin embargo, si realmente en algún momento llega a existir algo que merezca llamarse Europa, su elemento constitutivo principal será su cultura. De hecho, aunque parece que nadie quiere darse cuenta, la principal razón por la que se han desarrollado los movimientos de unidad europeos en las últimas décadas ha sido la existencia previa de una cultura europea común. Se repite que los políticos alemanes y franceses de mediados del siglo XX idearon la unión económica como forma de impedir que volviera a haber más guerras entre esas dos naciones. Sin embargo, ¿por qué esa unión no se ha desarrollado hacia Rusia, por ejemplo, con quien Alemania ha estado en guerra al menos desde el siglo XVIII y sí hacia España, con quien Francia no ha tenido ningún enfrentamiento armado en los últimos doscientos años? En realidad, Alemania, Francia, España, Portugal, Polonia o Hungría pueden permitirse el lujo de intentar poner en común sus sistemas monetarios, legales, fiscales y políticos porque desde hace más de mil años vienen haciéndolo con regularidad en el mismo ámbito cultural.

    El verdadero problema lo plantean estos dos últimos siglos de la historia europea, durante los cuales el desarrollo del nacionalismo y la consolidación de los estados modernos han magnificado los singularismos regionales. Este proceso, que se agudizó en el siglo XX y condujo a las dos guerras mundiales y a la destrucción de Europa, sigue teniendo hoy vigencia, pese a todo, precisamente porque desde su origen se organizó en torno a elementos culturales transmitidos por la educación pública a través de las lenguas estatales. Pero, incluso en estos siglos de nacionalismo excluyente, la unidad cultural europea ha seguido imponiéndose en el ámbito de las artes y las ciencias. Es asombroso ver, por ejemplo, en plena Primera Guerra Mundial cómo, mientras alemanes, franceses, rusos y austriacos se masacraban de forma inhumana en las trincheras, las innovaciones tecnológicas, las novedades literarias, los ismos artísticos e incluso las modas decorativas se difundían todavía de forma uniforme, general e inmediata por toda Europa desde Lisboa y Nápoles hasta San Petersburgo y Bucarest.

 

Una perspectiva de futuro

    En estas primeras décadas del siglo XXI, tras el suicidio colectivo que significó el siglo XX, Europa ya no tiene lugar entre los grandes imperios que se disputan el futuro. Podemos aspirar a ser, en el mejor de los casos, ridículos escuderos de los grandes señores de la guerra, como en Iraq, pero también podemos convertirnos, si las cosas vienen mal dadas, en muñecos de pim-pam-pum, como en la antigua Yugoslavia. Tampoco hay, en estos momentos, ni un solo ámbito cultural, ni siquiera el tecnológico, en el que algún país europeo mantenga una relevancia significativa, ni hay posibilidades de que ninguno de ellos pueda desarrollarse en el futuro inmediato por sí solo de tal manera que pudiera llegar a alcanzar una posición internacional influyente. Por todo ello, a Europa solo le queda una posibilidad de futuro en el mundo en el que vivimos: un nuevo renacimiento. Tal ha sido el método de reconstrucción colectiva de la identidad del que los europeos nos hemos servido repetidas veces a lo largo de nuestra historia: una profunda reflexión sobre nuestros orígenes que nos permita encontrar un nuevo camino hacia adelante. Así sucedió en los siglos más oscuros de la Edad Media, en torno a Carlomagno, de nuevo, en el siglo XII, en el ámbito de las universidades, y por fin, en el Renacimiento cultural de los siglos XV y XVI.

    Hoy es imprescindible, pues, y urgente, el desarrollo de un proyecto cultural europeo que, como ha sucedido siempre en la historia de Europa, se desarrolle sin limitaciones políticas, lingüísticas o económicas. Hay que crear los cauces necesarios para que la cultura fluya libre y conjuntamente por todo el continente y para ello es imprescindible que el Parlamento Europeo y la Comisión asuman competencias en cuestiones culturales básicas como los programas de educación, el desarrollo del sistema universitario, la promoción de las artes, la expansión de una lengua de cultura común, la movilidad de alumnos y profesores y, sobre todo, los currículos de la enseñanza.

    Los europeos tenemos derecho a contar con una historia común más allá de los relatos nacionalistas particulares. Tenemos derecho a sentirnos respaldados por un pasado compartido, en el que nuestros antepasados alcanzaron logros admirables en todos los campos de las artes, de la técnica, de la filosofía, de la medicina, de la investigación. Alguien debe reconstruir para todos los europeos ese relato cultural, olvidado desde hace dos siglos, en el que, por ejemplo, más allá de que Copérnico fuera polaco, Tycho-Brahe danés, Kepler alemán y Galileo italiano, la ciencia europea, los científicos de todas las regiones de Europa, que se leían entre sí, que se consideraban maestros y discípulos unos de otros, que compartían idéntico compromiso intelectual, mantuvieron una lucha desigual contra el poder religioso de su época, y padecieron y vencieron, abriendo las puertas a un mundo mejor para todos.

    Es cierto que la Europa del siglo XX ha sido la Europa de las dos guerras mundiales, de los campos de exterminio, del colonialismo salvaje y de la destrucción del medio ambiente, y en el resto del mundo sin duda hoy respiran más tranquilos sin nosotros, pero Europa es también la cultura de las vacunas y los antibióticos, la cultura de la tetralogía de El Anillo del Nibelungo, los frescos de la capilla Sixtina y la torre Eiffel, la cultura del Quijote, de Guerra y Paz y del rey Lear, la cultura del microscopio y el ferrocarril, de la Tregua de Dios y de la Cruz Roja. No debemos ni tenemos derecho a resignarnos a que nuestro tiempo en la historia haya pasado. [E. G.]