XIX: EL SIGLO DEL IMPERIALISMO EUROPEO

    El siglo XIX en Europa es el siglo del nacionalismo y, sobre todo, de su manifestación más brutal, el imperialismo. Es el siglo en el que Gran Bretaña, que tras las guerras napoleónicas había conseguido un dominio mundial en los campos de la economía y la ciencia, se convierte en una potencia autónoma y autosuficiente, y en el que toda Europa, de una forma u otra, intenta emular su éxito.

    En cualquier caso,desde un punto de vista intelectual, el auténtico inicio de la tragedia cultural de Europa en esta nueva etapa, que hemos llamado Etapa Disolvente, es anterior y tiene que ver con la idea de Progreso, una de las nociones culturales más novedosas y fructíferas de las que fueron creadas y divulgadas por la propia Ilustración del siglo XVIII. La idea de Progreso era contraria a los que habían sido los fundamentos básicos de la cultura europea desde su fundación. La reciente convicción de que era no solo posible sino natural, lógico y desable que la sociedad avanzara hacia niveles superiores de desarrollo en todos los campos a partir de las mejoras, sobre todo técnicas, que pudieran realizarse sobre el presente, iba en contra de la idea fundacional europea de que en el pasado se hallaba, precisamente, la época dorada que cualquier innovación cultural, del presente o del futuro, debía intentar recuperar. A partir de esta mutación en el pensamiento europeo, el proceso lógico es simple: si la historia ha de evolucionar hacia un futuro de progreso, ¿qué sentido tiene volver una y otra vez la vista hacia un pasado único y común? El papel de la nueva hegemonía cultural será, a partir de ahora, abrir vías de progreso hacía un futuro indefinido y esencialmente novedoso. De este modo, la Revolución Francesa puede ser considerado el último movimiento heredero del Renacimiento y el fracaso del último Emperador, el final de la Etapa Clásica de la cultura europea.

    La nación vencedora en 1814, Reino Unido, se convirtió no solo en el árbitro de Europa sino, sobre todo, en la potencia hegemónica mundial por excelencia. Es cierto que ya antes lo habían sido España, Portugal o, en menor medida, Francia, pero el éxito británico durante el siglo XIX, con su capacidad de supervisión sobre toda la política interna europea, su dominio de todas las rutas marítimas mundiales y su intervención cultural en todas las civilizaciones extraeuropeas, incluidas India y China, marcó un nivel muy superior a cualquiera de los imperios europeos anteriores.

    Pero además, de esta situación de hegemonía surgió un concepto cultural devastador en la historia del mundo contemporáneo: la autoproclamación de los europeos como “ciudadanos del mundo”. Podíamos pensar, en principio, que este concepto no pasa de ser una nueva manifestación de la mítica superioridad que los europeos se habían otorgado a sí mismos desde la época de los grandes descubrimientos. Sin embargo, si comparamos el imperialismo cultural británico del XIX con otros similares anteriores comprobaremos que las diferencias son sustanciales. El enfrentamiento de los españoles con los aztecas en México o de los portugueses con los árabes en la India representaba una lucha entre dos culturas que se reconocían como equivalentes en su enemistad y luchaban por su superioridad. La creación de ese “ciudadano del mundo”, identificado con el gentleman británico que pasea su idiosincrasia por copias más o menos conseguidas de su barrio natal londinense diseminadas para su cómodo vagabundeo por todo el mundo, en realidad niega la existencia del resto de las culturas del mundo como construcciones auténticamente humanas o, al menos, comparables con la suya.

    El “ciudadano del mundo” inglés, que va a ser el modelo en el que se van a mirar todos los europeos del XIX, es el correlato moral y cultural del imperialismo político y militar europeo. Todas las naciones del continente van a intentar conseguir una parte del pastel planetario que los barcos ingleses ponen a disposición de los comerciantes europeos, adaptando a sus singularidades el modelo británico de exacerbación nacionalista. Francia y Alemania en la segunda mitad del siglo XIX pero también Rusia y España e incluso Italia y Austria van a imitar ese modelo británico generalizado que, paradójicamente, consistía en acentuar la diferenciación interna, la exclusión y la autonomía cultural. Triunfa la nación-imperio, que alimenta a su vez el auge de las regiones-nación como Polonia, Hungría e Irlanda e incluso, en ámbitos más locales todavía, Provenza o el País Vasco.

    Todo esto comienza a afectar profundamente a la unidad cultural de Europa pese a que, debido a la poderosa cohesión fijada a lo largo de más de mil años, las corrientes culturales siguieron fluyendo a lo largo de todo el siglo, de forma amplia, constante y coherente. En realidad, no hay una ruptura cultural sino una preparación intelectual que posibilita la futura ruptura. Romanticismo, Realismo y Simbolismo, los grandes modelos creativos del siglo XIX, se fueron extendiendo sin problemas por todas las regiones europeas, de Inglaterra a Rusia o de Noruega a Rumanía, relevándose cada cierto tiempo a partir de un núcleo generador, tal y como habían venido haciéndolo desde la Edad Media. Incluso el desarrollo social y político de los movimientos obreros de la segunda mitad del siglo respondió a ese mismo patrón de expansión concéntrica de ámbito continental, que permitió que las grandes revoluciones de la segunda y tercera década del siglo XX –comunismo y fascismo- siguieran siendo esencialmente europeas. En realidad, solo a finales del siglo XIX se puede percibir que la autonomía política de Gran Bretaña comienza a repercutir en una cierta excentricidad y localismo de su producción cultural, justo cuando la Vanguardia y la I Guerra Mundial se disponían a dar paso a una Europa y un mundo completamente nuevos. [E.G.]