U.R.S.S.: UN INMENSO EXPERIMENTO FRACASADO

 

    Aunque desde nuestra perspectiva actual una secuencia que incluye a Nicolás II, Stalin, Brézhnev, Yeltsin y Putin puede parecer lamentablemente homogénea, en esta Historia de la Literatura Europea hemos optado por mantener un apartado especial para la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (esa inexplicable CCCP de las olimpiadas de nuestra infancia). Es muy probable que los historiadores de este siglo XXI vayan disolviendo en meros matices las diferencias que distinguen el Imperio Zarista del siglo XIX de la URSS del XX y esta, a su vez, de la Rusia del XXI, resaltando por el contrario sus cada vez más evidentes elementos de continuidad como regímenes esencialmente imperialistas y dictatoriales. Sin embargo, lo que nunca podrá soslayarse es el tremendo impacto que la creación en 1917 del primer estado soviético europeo provocó en el resto del continente y sus profundas repercusiones sobre la evolución histórica de la Humanidad. Es cierto que la inmensa penuria que padecieron los campesinos ucranianos en los años 30 no difería en esencia de la bárbara servidumbre decimonónica o que la opresión de los burócratas comunistas debió de ser bastante similar a la que ejerce en la actualidad la oligarquía de Putin, un hombre del KGB al fin y al cabo, pero para la Europa de principios del siglo XX, la URSS significó algo al mismo tiempo nuevo, terrible, esperanzador, demoniaco, revolucionario y criminal, y la historia de la cultura europea del pasado siglo no puede entenderse sin las distintas reacciones que esos sentimientos contradictorios y generalizados provocaron.

    La URSS mantiene aún su relevancia histórica como experimento. Para los propios rusos en un primer momento y para amplios sectores occidentales durante décadas, la toma del poder por los soviets tras la Revolución de Octubre suponía la puesta en práctica y el éxito total de una amplia teoría revolucionaria antiburguesa que se había ido consolidando durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, para el futuro de Europa tan importante como el desenlace de la I Guerra Mundial fue el de la Guerra Civil rusa que la continuó. El triunfo del Ejército Rojo y, por lo tanto, la consolidación de un estado proletario sobre las ruinas del más atrasado imperio europeo de la época condicionaron la evolución histórica de todos los demás países del continente durante las dos décadas siguientes. La mera existencia de la URSS suponía por un lado la presencia permanente de un modelo, una motivación y una meta hacia la que dirigían sus esfuerzos los políticos e intelectuales que deseaban superar las deficiencias del capitalismo burgués y, a la inversa, era también el recuerdo constante de un espantajo, un fantasma y un enemigo del que era imprescindible salvaguardar las libertades de las democracias burguesas. No podremos entender la evolución de la política y de la sociedad europeas de los años 20 y 30 sin tener en cuenta esta referencia, a la vez ilusionante y terrorífica: hay que ser o hay que impedir que seamos como la Rusia soviética.

    Ahora sabemos que la propia URSS había entrado en una crisis definitiva durante esos mismo años de consolidación y que Stalin había convertido ya la Revolución en un inmenso cadáver inerte. Para sus contemporáneos, sin embargo, la URSS de Stalin seguía siendo el mayor apoyo de los movimientos revolucionarios europeos. En 1936, en concreto, la intervención soviética en la Guerra Civil española, proporcionando armas contra el fascismo en solitario mientras el Frente Nacional francés abandonaba a su suerte a la República, dejó claros los dos únicos bandos reales: la revolución soviética o la dictadura fascista. Paralizadas por sus tensiones internas, las democracias liberales fueron incapaces de reaccionar hasta que fue demasiado tarde.

    Durante los años 20 y hasta el suicidio de Maiakovski, que suele utilizarse como fecha simbólica, la URSS había sido una especie de Edén cultural. Revolución política y revolución artística se habían desarrollado de forma paralela y colaborativa. El futurismo ruso había ido de la mano del futurismo italiano y el expresionismo de Eisenstein se alimentaba de las mismas fuentes que el de Lang. Caballería roja de Babel, la poesía de Esenin y de Jlébnikov, las primeras composiciones de Shostakóvich o de Prokófiev, los cuadros de Malévich, de Kandinski, de Chagall, todo era nuevo, revolucionario y arrebatador. Pero el idilio del arte de vanguardia con el comunismo acabó en los años 30. Stalin impuso unas rígicas normas estéticas similares a las que los nazis impulsaron contra el “arte degenerado”, de manera que nada hay más similar al realismo soviético que el realismo fascista. Los grandes creadores citados antes desaparecieron o se vieron obligados, como Shostakóvich a partir de 1936, a plegarse a las directrices artísticas del Partido. Quienes no lo hicieron, como los novelistas Bulgákov y Grossman o los poetas Pasternak y Ajmatova, se vieron postergados y perseguidos durante toda su vida.

    El aplastante triunfo de Stalin sobre Hitler en lo que en Rusia se sigue recordando como Gran Guerra Patriótica y la expansión del dominio soviético sobre media Europa mantuvieron esta situación durante toda la Guerra Fría, convirtiendo a la URSS, ya en los años 50, en un mero anacronismo nuclear. Así, los 30 años transcurridos entre la muerte de Stalin y la llegada de Gorbachov apenas tienen interés desde el punto de vista artístico y, de hecho, el escritor ruso más famoso de la época, Alexánder Solzhenitshyn, tiene más importancia social, como testimonio de los crímenes del comunismo, que literaria.

    La perestroika de Gorbachov permitió una primera apertura cultural de los territorios integrados en la URSS, que se materializó en la recuperación de los grandes escritores y artistas perseguidos en las décadas más negras del estalinismo. Finalmente, la desaparición de la Unión Soviética en 1991 dio vía libre a la independencia política de nuevos estados y su acercamiento al resto de Europa. Hay que tener en cuenta, además, que esa fecha no solo fue trascendental por la libertad obtenida por nuevos países como Ucrania o las repúblicas bálticas sino que supuso el fin del sometimiento de otras regiones europeas importantes como Polonia o la República Checa. Escritores como los polacos S zymborska  o Mrożek y checos como Seifert, Kundera o Hrabal pasaron a formar parte con toda normalidad del más selecto elenco de la literatura europea del siglo XX. [E. G.]