LÍRICA LÚDICA: EL JUEGO COMO CREACIÓN ARTÍSTICA

    Aunque toda literatura tiene su parte de entretenimiento, hay determinados subgéneros cuya esencia es el juego, el pasatiempo, la inanidad. Así sucede, por ejemplo, en la novela policiaca clásica, en determinadas formas de teatro comercial y en buena parte de la poesía generada por las relaciones sociales, tanto los poemas de circunstancias como la lírica festiva comunitaria. Este último tipo de poesía, en concreto, que normalmente no suele ser de gran calidad y pocas veces llega a tener difusión escrita, representa el bloque fundamental de lo que denominamos aquí lírica lúdica.

    La literatura escrita forma el núcleo fundamental y casi la totalidad de la producción literaria actual. Más allá encontramos tan solo la lírica popular de las canciones de moda o pequeños textos en prosa, también orales, de tipo humorístico o narrativo. El siglo XX, de hecho, la sido la época de la desaparición definitiva de la literatura oral tradicional en toda Europa y los nuevos medios tecnológicos de difusión de la cultura en estas primeras décadas del siglo XXI todavía han potenciado más el predominio ya casi absoluto de la literatura escrita. Pues bien, durante toda la historia de nuestra cultura, sobre la literatura escrita ha pesado una doble capa de solemnidad que excluía su uso para esta literatura lúdica de la que estamos hablando. Por un lado, la capacidad de escribir, el mero proceso de alfabetización, ha sido uno de los índices más significativos del grado de cultura alcanzado en Europa por un grupo social. Esto quiere decir que la escritura ha estado dotada siempre de un gran prestigio y eso hacía que los escritores –que habían sido capaces de acceder a ese nivel superior, durante siglos muy reducido- considerasen impropio aplicar ese conocimiento a temas tenidos por irrelevantes. Además, el propio concepto de literatura como expresión artística relacionada con la divinidad –la Musas, la inspiración divina...- o con las facultades más elevadas del espíritu humano –la creación, el alma del pueblo...- imponía el rechazo de unas formas de expresión relacionadas con el juego, el humor, la escatología o el mero pasatiempo.

    Dados estos condicionamientos ideológicos e incluso metafísicos, no es de extrañar que resulte inhabitual encontrar obras literarias cuyo punto de partida sea una concepción irreverente y desmitificadora del propio proceso creador. Sin embargo, estamos hablando de valores esenciales del arte en general, tal y como demuestra su presencia, aunque marginal, constante a lo largo de toda la historia de la cultura occidental.

    La literatura es el ámbito de creación artística de la palabra y una de las necesidades humanas cubiertas por la palabra es la convivencia social cotidiana. A su vez, algunos de los temas más habituales de la vida en común son la burla, la sátira personal o grupal, el jolgorio entre amigos o el simple entretenimiento comunitario. Ha existido siempre, por lo tanto, ya en el ámbito de la poesía lírica, un amplio repertorio, de tipo popular en origen, de cantos de taberna, de elogios del desenfreno, de invitaciones a la promiscuidad sexual, de alabanza de la riqueza fácil, es decir, en general de manifestaciones ajenas e incluso contarias a la retórica culta establecida. El ejemplo más claro y paradigmático de este tipo de literatura lo encontramos en los Carmina burana latinos del siglo  XIII , en los que las técnicas de la poesía más culta de la época se pusieron de forma consciente al servicio de una lírica irreverente y procaz. Además, los Carmina burana no son un modelo literario aislado en Europa, como ponen de manifiesto algunos poemas similares recogidos en el Libro de buen amor castellano del Arcipreste de Hita. Por supuesto, este tipo de lírica lúdica medieval de tipo oral y popular sobrevivió más allá de la Edad Media pero no ha dado lugar a nuevas obras o recopilaciones tan interesantes como estas.

    En cambio, durante la Etapa Clásica, se desarrolló otro modelo de lírica lúdica, mucho más libresca, cuyo propósito consistía en jugar conscientemente con los modelos cultos establecidos. Este tipo de composiciones se había originado en la  Baja Edad Media  en lo que se denominó “contrafacta”, es decir, composiciones escritas como recreaciones burlescas u obscenas de textos de prestigio religioso como las oraciones canónicas. En el siglo XVI, y sobre todo durante el Barroco, este tipo de entretenimientos literarios se generalizaron a través de poemas de tipo culto o popular que pretendían burlarse de las convenciones retóricas establecidas. Así lo hace, por ejemplo, el veneciano Pietro Aretino con la poética del “dolce stil nuovo” en sus Sonetos lujuriosos y, sobre todo, los grandes líricos del Barroco como el francés Scarron con su Virgilio travestido o el español Góngora con letrillas al estilo popular del tipo “Ándeme yo caliente”. En este campo merece ser destacado Francisco de Quevedo, auténtico paladín de un modelo de literatura irreverente, procaz, dionisiaca y festiva.

    Frente a este Barroco desinhibido e irreverente, los periodos artísticos siguientes se caracterizaron por insistir en el carácter solemne de la literatura. Con todo, todavía en el siglo XVIII podemos encontrar, además de notables ecos de literatura paródica que van desde la Dunciada de Pope hasta la Ratoneida de Krasicky, una productiva veta de lirismo juguetón y sensual, desarrollada a partir de la influencia clasicista de Anacreonte. Todo ello desaparecerá con el Romanticismo.

    No será hasta principios del siglo XX, con la aparición de las Vanguardias, cuando de nuevo se vuelva a reivindicar en la cultura europea el valor del juego como elemento esencial en la creación artística. El origen es la habitual reacción vanguardista contra el modelo cultural heredado del Romanticismo, lo que en este caso implica una vuelta a los orígenes de la literatura europea e incluso occidental. La vanguardia que hizo del juego el ámbito por excelencia de la creación literaria fue el  Dadaísmo , que se desarrolló durante la I Guerra Mundial, sobre todo en Zurich, bajo la dirección del poeta alemán Hugo Ball y del rumano Tristán Tzara. Para los dadaístas optar por el juego infantil para crear arte implicaba negar toda la tradición europea de origen grecolatino, basada en el predominio de la Razón y, por lo tanto, dotar a nuestra cultura de un punto de partida nuevo. Para ello utilizaron una serie de procedimientos creadores irracionales, basados en el juego, cuyos resultados, a su vez, se situaban más allá de las divisiones genéricas establecidas por una teoría literaria que ya no tenía valor para ellos. De todos modos, el Dadaísmo tuvo un desarrollo creativo muy breve y su sucesor, el Surrealismo, pronto volvió a considerar el arte como un semillero de ideas trascendentales.

    En realidad, la principal innovación lírica de esta época que se puede considerar lúdica, al menos en cierta medida, son los Caligramas del francés Guillaume Apollinaire, en los que a la recreación más o menos moderna de un sentimentalismo clásico se le añade el juego con las formas visuales del verso, lo cual hace de sus poemas un experimento verdaderamente renovador. [E. G.]