LA FIJACIÓN DE UN CANON (I)

 

    En principio nada más fácil para un estudioso de su propia literatura o de cualquier otra arte de una determinada cultura a la que él mismo pertenece que la fijación del canon de obras maestras correspondiente. La propia definición de canon le lleva de inmediato a seleccionar las creaciones artísticas que han formado parte de su formación estética e intelectual personal, los modelos que le han sido destacados y admirados desde su infancia y las piezas singulares cuya valoración excelente es compartida sin reparos en su entorno. La fijación de un canon se reduce, en este caso, a la constatación de su existencia.

    Más problemas conlleva introducir una perspectiva historicista en esa elección, es decir, recoger no solo lo que todos en la actualidad consideraríamos canónico sino también lo que por diversas razones deberíamos considerar canónico a lo largo de un determinado y amplio periodo de tiempo. De hecho, esta misma posibilidad de trabajo ya lleva implícita la idea de que el concepto de canon es sobre todo sincrónico, afecta a un momento concreto de la historia y, por lo tanto, el paso del tiempo lo modifica necesariamente. El canon de la ópera clásica está compuesto por aquellos autores y obras que hoy consideramos fundamentales; el del cine negro, por las películas que hoy pasan por ser las más influyentes o renombradas. Damos por hecho que nuestra percepción puede ser errónea o parcial o interesada o poco autorizada pero no discutimos que la selección de un canon es algo que tiene que ver con nuestra percepción o al menos con una percepción contemporánea.

    Introducir un criterio diacrónico en la fijación de un canon implica desde el principio dar un valor meramente relativo a la valoración actual: el hecho de que hoy consideremos que algo es fundamental no implicaría necesariamente que lo sea, puesto que esa misma obra literaria en otros momentos puede no haber tenido esa misma consideración y su fama actual puede ser tan contingente como lo ha sido la de otras obras que en su día también fueron consideradas trascendentales y sin embargo hoy no nos merecen tan alta valoración.

    En la extensa propuesta de canon de la historia de la literatura europea que recogen nuestras Antologías han sido tenidas en cuenta, por lo tanto, ambas perspectivas. En primer lugar resultaba indispensable incluir aquellas obras que en la actualidad cualquier lector europeo consideraría parte fundamental de su patrimonio literario, obras como La divina comedia, el teatro de Shakespeare o la novela de Tolstoi, el Quijote, Fausto, Madame Bovary... Pero también debían aparecer determinadas obras cuya lectura e influencia, en la actualidad, es reducida pero que en otras épocas fueron consideradas las más importantes, las más canónicas, de la literatura europea: El Canzoniere de Petrarca, la lírica provenzal y las novelas de caballerías, la Jerusalén libertada, el teatro de Lope de Vega y de Racine, los poemas de Lord Byron... Negarles la categoría de canónicas a estas obras porque en la actualidad su relevancia resulte muy discutible anularía el carácter historicista que se encuentra en la base de este acercamiento diacrónico a la literatura europea.

    Nuestro canon de la literatura europea es concebido, pues, como un patrimonio histórico de nuestra cultura, no solo como una percepción momentánea del pasado. Esta perspectiva, por otra parte, contiene en sí misma una apuesta de futuro: el listado no recoge la foto fija de un cuadro ya terminado sino que se presenta como un amplio repositorio artístico de donde en cualquier momento los nuevos creadores europeos podrán hallar materiales, hoy inesperados, para la futura evolución de nuestra cultura. De hecho, una de las ideas claves que informan la redacción de estas páginas es que el desarrollo histórico de la cultura europea se ha basado repetidamente en la reconstrucción ficticia e interesada de su propio pasado. Una cultura de reciclaje, podríamos decir con terminología de moda.

    Por otra parte, a este punto de partida básico para la fijación de cualquier canon histórico, en esta historia literaria que venimos construyendo aquí hemos debido añadir otro aspecto mucho más específico y mucho menos evidente: la perspectiva europea.

    Para que el canon de esta historia de la literatura europea fuera obvio, como puede serlo el de la poesía provenzal o el de la pintura  impresionista, hubiera sido imprescindible que en la propia educación básica, en el contexto formativo o en el ámbito social cotidiano del redactor y de sus lectores tuviera un lugar clave ese concepto de “literatura europea” o, al menos, el de “Europa”, cosa que no ha sido así en ningún momento de los últimos dos siglos ni lo es siquiera todavía, mientras escribimos estas líneas. A pesar de esa carencia trascendental y como ya conoce bien quien se ha acercado a estas páginas, la perspectiva que las anima se contruye sobre la certeza de que existe, de que viene existiendo desde hace más de mil años, una cultura europea común, una de cuyas manifestaciones artísticas más relevantes, junto con la pictórica, la musical o la arquitectónica, es la literaria. En ese sentido, la idea de “literatura europea” tal y como se desarrolla aquí difiere de otros conceptos, tampoco muy usados, es cierto, pero menos comprometidos, como “literatura en Europa”, “literatura de las lenguas de Europa” o “literatura en los países de Europa”. La perspectiva desde la que hemos fijado nuestro canon no es geográfica, lingüística, nacional o estatal sino cultural: una cultura, una literatura, un canon [...] [E. G.]